domingo, 6 de noviembre de 2011

BUCLES


por Carlos Mamonde


Cada vez que entraba en una crisis de creatividad –como decía, por pura coquetería y burla-; Brondo huía desde su amada Buenos Aires, “ internándose” en cualquier comarca extraviada de provincias, elegida al albur, por el pueril procedimiento seudo científico de hacer correr el índice con los ojos cerrados sobre un mapa mural de su patria y otros fragmentos del Cono Sur; un mapa ya medio viejo del Instituto Geográfico Militar –“para que se vea –¡oh, incrédulos!- que los milicos no siempre hacen daño, también hacen dibujitos” (solía repetir); mapa que presidía su biblioteca... junto con una reproducción del Guernica picassiano, terror explícito –aullido- de todas las matanzas; reproducción comprada en una escapada a El Prado, en 1982, mientras cubría en Madrid avatares del fútbol para el diario Crónica, su habitual profesión “alimenticia” antes de ponerse a escribir libros de aventuras policíacas y thrillers políticos,... políticamente incorrectos, tan cínicos como él mismo creía serlo.

Naturalmente que Brondo hacía trampas – siempre- corriendo el índice deliberadamente hacia arriba, al norte y al este, buscando el hermoso verde de las provincias que duermen junto a los grandes ríos y las selvas barrocas, rumbo a una idealizada Asunción, rumbo al presentimiento de dulces tierras brasileñas. Trampeaba, porque desde niño lo fascinaba el vapor, el dulce calor entre los meandros, -aquellos derroteros negligentes que espejeaban su vida-, la corrupción onettianamentelenta que en los trópicos pudre los astilleros y los hombres y desembaraza de toda esperanza...y moja piel y huesos con humores malignos, y entra febril en los sueños y excusa –casi a cualquier hora- la ginebra muy fría, crepitando en los hielos con crujido geológico.

Al abrir sus ojos, Brondo vio que esta vez su dedo se había ido muy alto, pero se había torcido al oeste del mapa de la patria, hasta tocar sus yemas los roquedales andinos, hasta casi acariciar sus navajas de mica, de sílice, de sol, de óxidos sanguinolentos, de vertical soledad.

-Bueno-, pensó-... ahora tendré que elegir (¡con los ojos muy abiertos!) algún oasis al pie de los montes...porque por aquellos territorios desiertos, no habrá más consuelo que alguna ginebra;... bálsamo único que hidrata aún contra la misma muerte ( a esta frase tengo que anotarla, por si entra en la novela...). Y sonrió con su cara de gato abandonado, celebrando la bobería de sus frases hechas. -¡Ah, los tópicos benditos...cuánto los busco y cuánto se me niegan: anzuelos para la caza del desprevenido lector...!-.

Después de decidir sobre el rumbo definitivo de su nueva huída, Brondo se quedó como sin fuerzas, mirando a la pared, atónito: Un mapa que quería representar el mundo. Una pintura que quería representar la imagen rota de la armonía del mundo de los hombres, bajo las heces de la aviación hitleriana...con su dolor eterno. Modestas imágenes, transustanciaciones de lo real, trampantojos para la ilusión vanidosa de razonar, de llegar a comprender la Historia, el absurdo y la condenación banal de la materia muerta. Dejó clavada la mirada un largo instante en el linde impreciso de las rugosidades amarillentas del muro y las rosáceas vísceras, rotas por la deflagración perpetua del ojo picassiano.

Cuando recuperó fuerzas, agotado por la decisión de marcharse; por el esfuerzo espiritual de mover la palanca que subvierte la inercia, Brondo se puso a la modesta tarea de elegir camisetas, pantalones, camisas de algodón y zapatillas ligeras, que apenas rozaran, acaso, su piel que sufriría el desierto. Veinte minutos después, lanzó una moneda al aire para decidir si viajaría en su coche o treparía en cualquier frágil avioncito; uno de aquellos mismos que veía desde su ventana posarse en el Aeroparque, en el meollo de la oxidada Buenos Aires. El azar descartó el vuelo, pero aquella distancia –marcada por el mapa como un destino ineluctable- se le antojó excesiva y Brondo volvió a trampearse – ¡me ne frego en el azar!, decidió- y llamó a las oficinas del “Lloyd Aéreo Boliviano”; compañía extranjera ciertamente, pero la única aún que cubría aquellas tierras de olvido, tras la quiebra en cadena de los capitalistas de la –antiguamente- regia Reina del Plata.

En realidad, tenía demasiado miedo a volar como para ser feliz con su irreflexiva elección, su especie de apuesta contra el mismo destino; pero imaginó que incluso aquella angustia previa le haría un poco más soportable el futuro deslumbramiento del desierto infinito, el estallido del sol, la móvil fluctuación del horizonte en la conmoción de los espejismos del calor.

Agregó a su equipaje varios cuadernos vírgenes, para celar y atrapar a eventuales ideas de ficciones que pudieran ocurrírsele –vanas esperanzas, usualmente- y a las que habría que vampirizar, trocear, devorar rápidamente, con eficacia caníbal; si acaso se rendían.

Apagó todas las luces. Desconectó todo artilugio. Salió a hurtadillas de su departamento de la calle Balcarce. Se despidió del río, callado e invisible más allá del teatro ruinoso de la ciudad. Y esperó un taxi, mientras en soliloquio rezaba oraciones pueriles, que lo tranquilizaban. Como cuando, de pequeño, aquellos exorcismos lo ayudaban a entrar, temblando, en las habitaciones nocturnas de su casa.

Al terminar la máquina su tensa trepada del despegue, vio por la ventanilla los últimos suburbios,... y cerró los ojos; desesperando dormirse. Ya sobre el sur de Córdoba, supo que el miedo no le daría tregua. Ni habría absolución del sueño. Pidió algo de beber. ¡Cualquier cosa alcohólica que tenga, señorita,... por favor!. Y miró, rojo, amarillento, entre nubes, el desierto invencible, que –agotada el agua de las pampas- empezaba a brotar desde la tierra. Había llevado consigo un antiguo volumen de viajes, o libro de memorias, de un famoso letrado decimonónico que se aventuró hacia el mismo rumbo a mediados de marzo de 1890. El viejo texto, donde Brondo buscó consuelo, parecía exaltarse –al contrario que él- por las perspectivas de entrar en los confines: “(...) después de rudas fatigas, de esas que rinden el cuerpo y envenenan el alma (...) buscando reposo, quise visitar las montañas (...) para refrescar mi espíritu en presencia de los parajes donde transcurrió mi primera edad (...) y la poesía de las portentosas regiones eran la fuente del consuelo que anhelaba...”. Ese consuelo que yo también anhelo tanto, pensó Brondo, sintiendo que su miedo cedía al dialogar con los bondadosos, optimistas, recuerdos de aquel hombre que narraba desde la muerte. “... (la sierra) anuncia ya con sus picos atrevidos, donde las nubes bajan a formar diademas, la gran cordillera...”.

Y entonces –tras casi cuatro horas de angustia- el avioncito frágil, con sus turbohélices que tosían como bailarinas tuberculosas, se bajó desde las nubes hasta los pies parduscos de aquellas azules cordilleras. Eran las tres de la tarde del 28 de enero de 2006 y un sol blanco intenso fundía el degradado pavimento de la pista, de modo que los zapatos iban dejando minuciosas huellas hondas, detalladas como pisadas criminales, amenazando con la repugnancia de quedarse pegados para siempre en la pasta bituminosa.

-¡Este sí que es un verdadero calor...y todo lo demás es joda!-, le pareció que gritaban, mudos, sus labios resecos; sus pulmones a punto de rendirse. _¡Con que este es el famoso desierto de Sarmiento... el guadal y guarida de El Tigre de Los Llanos...!-, pensó como dudando de la realidad intensa-;... este es el desierto verdadero; al fin. Y voy hacia él; voy - como entrando en un sueño, voy como perdiendo mi carne desleída en el sol, voy como entrando hecho palabras de una historia muerta- voy haciéndome materia misma, misma carne, del texto expresionista de su famosa biografía de El Tigre, su mítico “Facundo”... y comienzo a percibir –¡alucino!- lo mismo que aquel hombre fabulador, enfático, -herético Moisés-, nos contó que veía en este mismo sitio y en otra ilusiva curvatura del Tiempo: “Más hacia el oriente se extiende una llanura arenisca, desierta y agostada por los ardores del sol, en cuya extremidad norte, y a las inmediaciones de una montaña (...), yace el esqueleto de La Rioja, ciudad solitaria, sin arrabales y marchita como Jerusalén, al pie del Monte de Los Olivos (...) He tenido siempre la preocupación de que el aspecto de Palestina es parecido al de La Rioja, hasta en el color rojizo u ocre de la tierra, la sequedad de algunas partes y sus cisternas (...) hasta en sus vides, naranjos, higueras, que se crían donde corre algún cenagoso y limitado Jordán(...)”.

Cerrando el libro, se entregó en cuerpo y alma a aquel taxista de pupila huidiza, calcinada, que pareció inusualmente amable y desde el aeropuerto lo llevó rumbo a los escasos hoteles confortables de la pequeña ciudad, en la zona de la catedral; pero estos espejismos estaban ya colmados por supuestos turistas -¿qué tiene de atractivo un desierto ardiente?--; pero también por algunos vecinos que huían de sus casas bajas y se refugiaban del golpe de calor tras los cristales antideslumbrantes del moderno edificio, al albur de sus refrigeradores exhaustos. Por consejo del conductor que, visiblemente cansado, respiraba el caldo del aire con sibilancias de asma; finalmente arribaron a un hotelito barato, subiendo ya hacia las faldas de la sierra del Velasco;...hotelito que parecía escudado por una buena sombra de viejos árboles, tanto en el jardín como en el patio. Allí la penumbra escasa permitía el fingimiento de una modesta humedad.

Lo atendió una mujer indefinida, acaso simpática en otras eras de su edad insondable, bastante gruesa y de mediana estatura, rostro matizado de quechua y de criollo; que le ofreció una cerveza fresca. Sin saber si se engañaba por esa bondad servil, Brondo comenzó a sentirse mejor.

-¿Por qué viene precisamente ahora...?-, lo interrogó, enigmática, la hostelera.

-Me parece un instante del Tiempo tan bueno o tan malo como cualquier otro. ¿Por qué ese énfasis suyo en la precisión del ahora?-, se oyó responder Brondo, a quien no le gustó mucho su propia respuesta, porque habitualmente detestaba a la gente que respondía a una pregunta con otra pregunta.

-No pensará que se lo digo por la obviedad de este bruto calor: es verano...y hace calor...como cualquier otro verano aquí; no es por eso.... Bueno, dejemos ahora eso y venga conmigo, que lo acompaño a su pieza. Está hacia el fondo de la galería-.

La galería era infinita y unía una sarta de pequeños cuartos,...o -más precisamente- unía las estrechas puertas verdes de los pequeños cuartitos gemelos de los huéspedes, ya que no se veían ventanas hacia el patio que quedaba encerrado por los pilares de la galería (-tal vez,... las ventanas se abren, todas, hacia las fachadas externas de la casa, donde –fugazmente- pude entrever algunos árboles altos y tupidos-, se ilusionó Brondo). El suelo de recalentadas baldosas rojas, bruñidas por una higiene obsesiva, espejeaba uniendo la llamarada del cielo con la llamarada de la tierra. En repintadas macetas y tiestos, los cadáveres de presuntas hojas y flores desleídas crepitaban sottovoce como si vociferaran. (Ojalá, adentro, haya por lo menos un ventilador que funcione..., rogó mentalmente Brondo a su dios de los ateos; aunque ninguna máquina se oía en el silencio inhumano).

-Aquí es,...deténgase. Y espéreme aquí. Primero yo entro sola. Después entra usted; cuando yo se lo diga--, ordenó con inapelable naturalidad la extraña.

Brondo se quedó mirando el cielo de la tarde que ya moriría pronto y vio unas nubes lilas con los bordes muy rojos: “seguro que mañana hará más calor”, pensó...y sintió un estremecimiento raro porque de frío no sería. No se veía un alma hasta los lindes últimos de la galería. Le pareció que la mujer tardaba siglos en salir de la pieza. ”¿Qué puede estar ordenando, buscando, limpiando, tocando..acaso el polvo que se disemina impalpable?”. Porque por vez primera vez advirtió el polvo pardo, que no era tierra ni arena, que era como harina sucia...que se metía en cada poro, hasta en la misma oquedad de la boca, por el viento caliente cuando soplaba desde el valle de Zonda;...un residuo asfixiante, gemelo del ahogo que disemina el Simún, de la bruma terrosa que viniendo de Beer-Sheva calcina Jerusalen sin tregua. Como sería sin tregua la lucha de esta pobre mujer, barriendo y lustrando las baldosas rojas del hotelito día tras día... desde miles de días.


-Ya puede pasar...-, dijo la mujer, mientras sonreía con una sonrisa amplia, que mostraba una boca extrañamente joven, dulce, paradojal, plena de luz rosácea y blanca.

Brondo obedeció y penetró en el cuartito, en penumbras, porque los cierres de las ventanas –de una ventana única- estaban echados y las celosías tamizaban el fuego exterior y se agradecía, en fin, poder abrir los ojos que venían entrecerrados, miopes por el ácido de la resolana de las seis de la tarde.

Entretenido como estaba tratando de adivinar los perfiles de una cama estrecha, de una mesilla flaca, de una probable silla agazapada en un rincón...Brondo apenas se dio cuenta cuando la mujer cerró tras él la puerta, sin ruido. Y después escuchó dos vueltas de llave echadas desde fuera –con ruido- y el arrastre suplementario de una cadena que entraba por unos –no presentidos por el viajero- agujeros de la madera, lijándola, y el cierre perfecto de un candado fuerte –un terrible ruido- amarrando la puerta con solidez de hierro.

Y se oyó gritar airado, preguntando a la extraña el por qué de ese inesperado encierro y la maldijo e insultó con obscenidades y más gritó aún pidiendo que viniera la policía a ver tamaña, absurda, afrenta y segura vulneración de todas las leyes y decretos del mundo y de los derechos humanos, recuperados ya, por fin, en la república después de la mala noche de los tiempos hediondos de la última dictadura militar, hacía un cuarto de siglo. “¿O es que éste es un secuestro?... ¡mafiosa hija de puta...pero no conseguirás un centavo, que tampoco tengo, ni lograrás...! Y se calló de pronto, al darse cuenta de que estaba hablando solo...porque el plaf-plaf de las alpargatas de la mujer ya se había perdido en la distancia insondable de la galería...

Sería ya tal vez las doce la noche, o mucho más tarde, en la alta madrugada, cuando el ruido de las pisadas regresó, despertando a Brondo de un semisueño de agotamiento en que había caído; después de haber llorado un rato, por el miedo y la rabia y la necesidad de entender y el vacío de la piedad hurtada,... aunque no estaba dispuesto a darse cuenta de la debilidad de sus propias lágrimas.

-¡Despierte, despierte!-, dijo una voz (¿acaso la extraña, nuevamente?)- que le traigo un poco de comer y la ginebrita que sé que le gusta tanto...-.

-Váyase a la mierda...no quiero comer, lo que quiero es salir de aquí, desgraciada,... ¿por qué me han encerrado, carajo?, quiero que me lo digan...que me lo digan ya...

-Haga el favor de callarse un poco ya,..no ve que no hace más que quejarse como un chico...y ya es un hombre grande que tendría que entender...¡hombre grande...!

-¿Entender...qué estupidez es esta que yo tengo que entender?, maldita vieja.-

-No se gaste insultándome. Así no irá a ninguna parte. Si he cerrado la puerta es sólo por cierto tiempo. Hasta que pase. Y es por su bien...Mire, yo tengo un hijo como de su edad, cuarenta y pico, ...bueno, en un tiempo tuve un hijo así, sí, como usted...y todo esto no es más que por su bien, por su bien..., se lo digo como madre que he sido...-

-¿Hasta que pase qué...?-.

-... la guerra, hasta que pase la guerra...-.

¿Una guerra...de qué mierda habla?, ¡loca,...imbécil!...¡déme un teléfono para llamar ya a la policía...le exijo que me comunique inmediatamente, quiero llamar a Amnistía Internacional....; yo soy escritor , pero también soy periodista y hay gente amiga de la Capital que ya debe estar buscándome...en todo el país...y usted se va a arrepentir, canalla...y hay –incluso- un taxista que me ha visto entrar aquí, hay testigos...aunque seguro que ese hijo de puta es cómplice suyo, seguro...!-.

-¡Bah, bah...no me haga reír, que me da hipo!. Si fuera periodista y viviera en este mundo no tendría que explicarle lo de la guerra, usted mismo lo sabría...y entendería que lo estoy protegiendo, para que no vea nada y así ellos no tomen venganza ...y estaría ahora dándome las gracias, hombre sonso; y ya basta de cháchara... y no intente nada cuando entreabra un poco para pasarle la ginebra y estas empanadas riquísimas!. Aunque tampoco podría hacer nada, porque está la cadena, que cede como una media cuarta, pero no se abre –si yo no ordeno que se abra- ...así que... ojo...

-¿Y cuando empezó esa tal “guerra” de la que me está hablando...desde su demencia?-.

-Es la guerra que empezó –aquí- en el mil ochocientos y pico..., señor; y en otros lados empezó antes..., en el mil setecientos ochenta y nueve, o después: en el mil novecientos catorce, o en el treinta y seis, por ejemplo...y qué más da... ¿qué ganamos poniendo números que flotan en el agua del río...?-.

-...por amor de Dios, pobre mujer enferma; ¿es que no se da cuenta de que está delirando...?-.

- Eso me recuerda que quien está delirando de verdad, en la enfermería, es la pobre María.¡ Tengo que sacarla de allí, porque de noche ese lugar no es seguro...!. Y se me ocurre que se la voy a traer aquí para que usted la cuide. Me va a hacer ese favor, sabe, porque no tengo a ningún otro que esté entero como usted y se pueda pasar unas horas cuidándola, a la pobrecita...; la voy a traer y me la pondrá en su cama. Y para usted traeré una colchoneta para que se tire en el suelo;...si al final, sólo será por esta noche...No se me va a negar ahora, señor Brondo,... tienen que ser solidarios entre ustedes...

Y la extraña abrió un poco la puerta y le pasó la comida y Brondo la miró a la cara y parecía serena y sin el rictus de rabiosa locura que el hombre de Buenos Aires había imaginado que aparecería ante él como un espantajo. Pero ella ya no lo miraba porque se había marchado, silenciosa, hacia zonas desconocidas de la casa, donde tal vez morara el sentido último de todo.

No podía comer por el peso de la angustia que le ceñía el pecho; pero se obligó a deglutir unos bocados y beber algo; y fue acaso porque tuvo, de pronto, la tenebrosa intuición de que en aquel sitio sólo él podía ya cuidar de sí mismo y debía comer para sobrevivir. ¡Pero esta es una puta pesadilla...ay, Señor...ten piedad de mí!; se oyó gritar, mientras golpeaba con su frente en el cemento fresco de los muros y se abría una brecha superciliar que comenzó a sangrar, rutilante, con ese rojo de rubíes de la sangre aún viva, antes de secarse y comenzar a parecerse a las heces.

Una hora más tarde, más o menos, aquella mujer volvió...y lo hizo acompañada por alguien que, más que caminar lentamente junto a ella, parecía un bulto inerte y arrastrado por la fuerza; respirando apenas y quejándose en un tono débil.

La hostelera se había mudado la ropa y venía ahora vestida con una camisa y falda y zapatos blancos y se tocaba la cabeza con un birrete níveo también; y en esa toca y en el bolsillo de la camisa traía bordadas dos cruces rojas. ¡Pero si esta tarada se me ha disfrazado ahora de enfermera de la Cruz Roja Internacional!, exclamó el hombre encerrado, apenas ella tiró de la cadena para entreabrir algo la puerta y pudo verla. La extraña, entonces, le dio unas instrucciones claras: ella abriría la puerta para que entrara la enferma ¿acaso herida? que traía; y si él hacía algo violento, intentando salir, tal vez huir, si ello fuera posible...entonces, la vida de aquella muchacha estaría en agudo peligro. ¿Y usted no querrá que ella se nos muera, verdad?. Además, pese a su inocencia, está muy enferma, como puede verlo. Por eso hoy – como está previsto- ha recibido su dosis de quimioterapia.

-¿ Y qué tiene que ver una enfermedad terminal como el cáncer con la inocencia, vieja malparida?.

- Nadie ha mencionado la palabra “cáncer”; salvo usted, Brondo...-.

- Y, si no hablamos de cáncer... ¿de qué estamos hablando...?-.

-Es sólo que tomamos medidas preventivas, sanitarias, con todos los civiles que hayan estado en contacto con la materia militar...-, dijo la enfermera desde el otro lado de la puerta.

- ¿...y qué mierda es esa tal ”materia militar...”-.

- ...quiero decir, contacto visual o físico con los soldados que están en el combate que empezó anteayer...-.

-¿María, es verdad lo que dice esta alucinada...

-Yo solamente los vi a los lejos, cuando bajaba de la sierra, en mi coche, por el camino viejo del Llacampis...-.

-¿Qué es lo que viste...que crees que viste, por amor de Dios...?. Por favor no cooperes con ella, que quiere volvernos locos...-.

-...es que yo sí, vi...vi pelotones de caballería, con lanzas y trabucos; soldados de los batallones del coronel Irrazábal; que venían degollando a cualquiera que encontraran a su paso;...y yo paré el auto, apagué las luces, cerré la llave de encendido del motor y me tiré en el piso, para que no me vieran...

-Pero no pudiste evitar verlos, hijita;...por eso tenemos que tratarte,... por eso...-, se oyó la voz de la enfermera, que se alejaba por la galería.

-¿y cómo es que hay soldados en operaciones de ejercicio en esta parte del país (¡¡porque sólo puede tratarse de operaciones de ejercicio....maniobras de entrenamiento!!) y los diarios de Buenos Aires no publican nada?-.

-No, Brondo...no son ejercicios...están peleando y matando de verdad, de verdad...y los manda desde Buenos Aires el presidente Mitre-.

-¿Qué presidente? ¡Repite ese nombre, por favor...!-.

-El general Mitre, por supuesto, ¿quién va a ser?.

-¡Pero, María, me estás hablando de un general del pasado, de un hombre que peleó contra Rosas y que murió hace ya un siglo!-.

-...pero él los manda, y han entrado por el sur, desde San Juan. Son columnas bajo las órdenes del coronel Irrazábal,...están persiguiendo a los guerrilleros de Peñaloza;...que están alzados en Los Llanos y también se refugian por aquí, en las afueras...-, le explicó, pacientemente, María haciendo un claro esfuerzo por hablar, quemada por el dolor y el malestar, como estaba. Y esforzándose aún un poco más le señaló una pequeñísima brecha donde la madera reseca de una ventana se había agrietado y filtraba una levísima luz. Brondo se pegó al muro con desesperación, procurando enfocar con sus pupilas la tenue claridad. Y entonces vio, en el contraluz del amanecer que ya iba anunciándose, a un grupo de soldados que hacían caracolear sus caballos sobre un camino de arena, al sur del hotel. Gritaban, soeces, y disparaban al aire y blandían estremecedoras lanzas, empenachadas, en cuyos extremos los puñales brillaban danzando chicotazos de acero. Y un instante después, obedeciendo impulsos, ininteligibles órdenes secretas, alcanzaban galopando el horizonte, esfumados por una cortina de polvo.

-¿Y yo, entonces... por qué yo no oi antes ni los disparos, ni los relinchos, ni los gritos de ese pelotón...que estaba allí tan cerca, a treinta, a veinte metros...?-.

-Porque sólo puedes oírlos, Brondo, cuando los ves...y ya sólo verlos no es tampoco fácil para cualquiera...; yo misma –ya el año pasado y hace como tres años- he sobrevivido a otros combates que estaban ocurriendo a mi lado y nada oi ni vi...-.

-¿...y cómo se llama, entonces, esta guerra?- preguntó, abatido, Brondo con la voz quebrándosele.

-¿Y eso, qué importa...es que alguien lo sabe, acaso...?. Es la misma guerra. La guerra eterna, infinita, en medio de la que nacemos y morimos. En esta tierra, el Tiempo es como correr sobre arenas movedizas: como corres en los sueños...tus muslos se agarrotan, las plantas de tus pies se laceran y sangras...y siempre estás, fijo, en el mismo lugar,...en el punto exacto del espacio donde consumirás tu terror hasta la muerte...-.

-¡Pobrecita, pobrecita...! ¿Cómo podría curarte o consolarte?.

-Nadie puede. Ella ya lo intenta, inyectándome cosas, como ves. Acaso si pudieras hacerme el amor, eso me calmaría. Pero no puedo,... mi cuerpo tampoco puede ya hacerte el amor; estoy perdida. Estoy mal...siento mucho dolor, en cada célula...tal vez estoy muriéndome ya...Pero si quieres ayudarme, bésame un poco, quieres –pero fingiendo, si pudieras, que de verdad me amas, que me has amado siempre--,...y lee, en voz alta, un poco de ese libro que debe estar en mi bolso; si no me lo han quitado, todavía.

A la luz mezquina de una linterna, Brondo escrutó la hermosura del perfil de María, imaginó el placer de su carne y de su espíritu en los años felices; en un tiempo aún no debelado. Y la besó, sabiendo que –al recibir sus besos- ella sabría que él nada fingía, sino que estaba reconociéndola como su amada, su reflejo mellizo, su salvación, su certidumbre y pertenencia más honda. Entreabrió con sus labios aquellos jóvenes labios carnosos y recorrió con su lengua el estremecimiento del templo de la boca y bebió de esa saliva;...precisamente esa, cuyo sabor juntaba el de todas las aguas que manan hontanares del goce, el deseo, el enigma. Y bebió el olor del corazón de la hembra, que le subía por la sangre hasta los cálices de las comisuras.

El libro que desgajaba sus folios por el uso continuo, subrayado y comentado en los márgenes con su letra aleteante, era un lenguaje que venía de otra celda inquisitorial, desde una mañana o una tarde de 1577, desde las piedras de Toledo, para (estremeciendo la voz de Brondo) cantarle a María en la miseria del cuartucho y de la guerra, como un peregrino que llega desmayado; aunque acaso más vivo que los violentos héroes:

“¿Adónde te escondiste,
Amado, y me dexaste con gemido?
Como el ciervo huyste,
Aviéndome herido;
Salí tras ti clamando y eras ydo”.

“Pastores, los que fuerdes
Allá por las majadas al otero,
Si por ventura vierdes
Aquel que yo más quiero,
Dezidle que adolezco y peno y muero”.

Y Brondo escuchó cantar el primer gallo y poniendo su oído en el pecho de María sintió muy fuertemente aisladas palpitaciones que iban yéndose y -como ecos en el bosque- iban perdiéndose...

Cuando la hostelera abrió la puerta a las ocho de la mañana, iniciando su ronda; fue grande la sorpresa de sus ojos, pero apenas se dio cuenta de que ya estaba muriéndose sin remedio mientras se desplomaba bajo el empuje sin piedad del bolígrafo de acero de Brondo; que este le había clavado en la garganta, azuzado por la adrenalina y la fuerza bestial del miedo y de la ira.

Brondo metió el cadáver, todavía vestido de blanco, hasta el centro de la habitación. Desnudó a la extraña, tibia y agria. Vistió con esas ropas el cuerpo sin vida de Maria y lo levantó con cuidado y se lo echó a la espalda, como una cruz que pesaba levemente. Y, descalzo para no hacer ruido, Brondo caminó la galería hacia el ala oeste, donde oficinas y recepción se adivinaban.

O todos dormían aún, o allí no había nadie, o él era el único ser vivo en un planeta muerto, porque a nadie vio y nadie lo molestó. Llegó al jardín y a la calle desconocida. El asfalto comenzaba ya a recalentarse y algo olía mal. Detrás de un coche estacionado –que reconoció como el taxi en que lo habían traído- vio otro cadáver tendido, después de la batalla. Era el taxista afable de la tarde anterior. O lo que quedaba de él: se había desangrado en un gran charco coagulado y todavía tenía una lanza atravesándole el pecho, hundida –rabiosamente- hasta los primeros nudos de la tacuara sucia. Brondo le cerró los ojos y rebuscó entre sus ropas las llaves del automóvil.

El coche se puso en movimiento dócilmente. María iba tendida en el asiento trasero; como una niña que duerme en su inocencia. Cruzó varias esquinas sin encontrar obstáculos. Al fin encontró señales de tráfico que marcaban la salida hacia el rumbo de Córdoba y Buenos Aires. Torció hacia aquella promesa, acelerando. En ese momento, un hombre de Irrazábal, que debía estar de guardia detrás de un algarrobo anémico, intentó salirle al paso. Lo atacó con su lanza, que rebotó en el techo del vehículo. Viendo su impotencia, intentó huir, pero el caballo se asustó con la máquina y se cruzó en el camino: el golpe del choque fue muy fuerte pero Brondo cerró los ojos y tensó el cuerpo y aguantó el cimbronazo. Saltaron cristales y jinete y el caballo cayó, estallándole la cabeza bajo un neumático. Sus ojos escaparon de sus órbitas y su lengua quedó caída como un trapo morado en medio de un relincho congelado para siempre. Brondo recordó nítidamente el caballo despanzurrado del Guernica y se preguntó, banalmente, si Picasso habría tenido ante sí un verdadero caballo muerto mientras pintaba...

Y procuró acelerar un poco más, penetrando la soledad, sintiendo que el alma ardiente del desierto se le metía en su carne a través del parabrisas hecho añicos. Había entrado en el cubil del tigre a través del desierto y ahora intentaba huir por ese mismo laberinto del texto primordial, moviéndose lentamente bajo la violencia del cielo.-

© carlosmamonde