jueves, 1 de marzo de 2012

QUE NO SE CULPE A NADIE

Juan García Ponce se graduó brillantemente en Física Infinitesimal de los Estados Sólidos y Mecánica Cuántica en la Universidad de Buenos Aires durante la primavera de 2001. Tardó tres años más en proyectar y escribir su tesis doctoral:
-“Creo poder probar que los agujeros negros y la antimateria son un fallo de la mente de Dios en el momento de la creación; y todo a causa de una pasajera crisis de estrés de Su Verbo...algo que los teólogos ni siquiera pudieron llegar a sospechar, por cierto..”.--, le confesó al atónito doctor César Frog, su sexagenario Director de Tesis, mientras tomaban un café solo y con sacarina en el barcito El Tropezón, de la avenida Las Heras al 4500, un jueves último de mayo, hacia mediodía, hora ya casi cálida por esas fechas...
Aquella mañana fue la última vez que se lo vio, vivo o muerto. Porque “desapareció” sin dejar rastros –y todo ello, (conste)...pese a que la democracia ya estaba reinstaurada desde hacía décadas en la república-.
Nadie en el edificio, ni en el tranquilo vecindario, escuchó gritar a García Ponce, ni testimonió secuestro alguno, ni denunció formalmente su pérdida. La Policía Federal, desplazada a casa de la víctima por culpa de unas sudorosas pesadillas del casi anciano Dr. Frog; sólo encontró la sombra del cuerpo de García Ponce...sombra como tatuada en la alfombra de su departamentito del barrio de Caballito: los hilos de esa alfombra estaban chamuscados y dibujaban el perfil del cuerpo ausente; como ocurre, acaso, después de una exposición a una altísima temperatura y lo único fuera de lugar era una insólita imantación de enorme fuerza en todas las cucharas, tenedores, cuchillos, tijeras, alfileres, botones metálicos, las vigas de hierro de la casa, ventanas de aluminio, monturas de las gafas, las llaves del Citroen viejo, las hebillas roídas de los cinturones, todos los bolígrafos, un cortauñas mellado, marquitos de fotos, cierres de cremallera de toda la ropa, monedas de valor escaso, picaportes de todas las puertas, tuberías del agua y de la luz, cubetas de hielo en el freezer, los falsos tallos de una flores de tela roja y añil y verde, un reloj pulsera con la esfera desleída, el termómetro clínico en el cuarto de baño -con el mercurio que había saltado en chorros como una efusión de esperma sobrehumano-, todos los clavos de todos los muebles y todos los cuadros y todas las mediasuelas, una insólita pinza de depilarse, seis latitas de sardinas vacías de sardinas, la cadena del inodoro, una copia de la Estatua de la Libertad souvenir de USA, una crucecita de plata, la armazón de un corpiño fucsia de una amante olvidada, alfileres de gancho, la emplomadura de las muelas del ausente, una mesita baja de cristal y bronce, un teléfono negro de pared –como un bicho extraterrestre ahorcado-, todas las nervaduras de aleación del cubo de la pecera –con sus peces ya eternamente ciegos-, la tele desenchufada y encendida y transmitiendo un partido de Boca de la temporada mil novecientos veinte y siete, una medalla bendita del beato fray Mamerto Esquiú, las patas en garra de león de la bañera de hierro dulce, la computadora desconfigurada para siempre, el teclado que daba calambres en los dedos, el arpa de un piano viejo que vibraba en sordina sin que nadie abriera las partituras huérfanas...
© carlosmamonde.

domingo, 6 de noviembre de 2011

BUCLES


por Carlos Mamonde


Cada vez que entraba en una crisis de creatividad –como decía, por pura coquetería y burla-; Brondo huía desde su amada Buenos Aires, “ internándose” en cualquier comarca extraviada de provincias, elegida al albur, por el pueril procedimiento seudo científico de hacer correr el índice con los ojos cerrados sobre un mapa mural de su patria y otros fragmentos del Cono Sur; un mapa ya medio viejo del Instituto Geográfico Militar –“para que se vea –¡oh, incrédulos!- que los milicos no siempre hacen daño, también hacen dibujitos” (solía repetir); mapa que presidía su biblioteca... junto con una reproducción del Guernica picassiano, terror explícito –aullido- de todas las matanzas; reproducción comprada en una escapada a El Prado, en 1982, mientras cubría en Madrid avatares del fútbol para el diario Crónica, su habitual profesión “alimenticia” antes de ponerse a escribir libros de aventuras policíacas y thrillers políticos,... políticamente incorrectos, tan cínicos como él mismo creía serlo.

Naturalmente que Brondo hacía trampas – siempre- corriendo el índice deliberadamente hacia arriba, al norte y al este, buscando el hermoso verde de las provincias que duermen junto a los grandes ríos y las selvas barrocas, rumbo a una idealizada Asunción, rumbo al presentimiento de dulces tierras brasileñas. Trampeaba, porque desde niño lo fascinaba el vapor, el dulce calor entre los meandros, -aquellos derroteros negligentes que espejeaban su vida-, la corrupción onettianamentelenta que en los trópicos pudre los astilleros y los hombres y desembaraza de toda esperanza...y moja piel y huesos con humores malignos, y entra febril en los sueños y excusa –casi a cualquier hora- la ginebra muy fría, crepitando en los hielos con crujido geológico.

Al abrir sus ojos, Brondo vio que esta vez su dedo se había ido muy alto, pero se había torcido al oeste del mapa de la patria, hasta tocar sus yemas los roquedales andinos, hasta casi acariciar sus navajas de mica, de sílice, de sol, de óxidos sanguinolentos, de vertical soledad.

-Bueno-, pensó-... ahora tendré que elegir (¡con los ojos muy abiertos!) algún oasis al pie de los montes...porque por aquellos territorios desiertos, no habrá más consuelo que alguna ginebra;... bálsamo único que hidrata aún contra la misma muerte ( a esta frase tengo que anotarla, por si entra en la novela...). Y sonrió con su cara de gato abandonado, celebrando la bobería de sus frases hechas. -¡Ah, los tópicos benditos...cuánto los busco y cuánto se me niegan: anzuelos para la caza del desprevenido lector...!-.

Después de decidir sobre el rumbo definitivo de su nueva huída, Brondo se quedó como sin fuerzas, mirando a la pared, atónito: Un mapa que quería representar el mundo. Una pintura que quería representar la imagen rota de la armonía del mundo de los hombres, bajo las heces de la aviación hitleriana...con su dolor eterno. Modestas imágenes, transustanciaciones de lo real, trampantojos para la ilusión vanidosa de razonar, de llegar a comprender la Historia, el absurdo y la condenación banal de la materia muerta. Dejó clavada la mirada un largo instante en el linde impreciso de las rugosidades amarillentas del muro y las rosáceas vísceras, rotas por la deflagración perpetua del ojo picassiano.

Cuando recuperó fuerzas, agotado por la decisión de marcharse; por el esfuerzo espiritual de mover la palanca que subvierte la inercia, Brondo se puso a la modesta tarea de elegir camisetas, pantalones, camisas de algodón y zapatillas ligeras, que apenas rozaran, acaso, su piel que sufriría el desierto. Veinte minutos después, lanzó una moneda al aire para decidir si viajaría en su coche o treparía en cualquier frágil avioncito; uno de aquellos mismos que veía desde su ventana posarse en el Aeroparque, en el meollo de la oxidada Buenos Aires. El azar descartó el vuelo, pero aquella distancia –marcada por el mapa como un destino ineluctable- se le antojó excesiva y Brondo volvió a trampearse – ¡me ne frego en el azar!, decidió- y llamó a las oficinas del “Lloyd Aéreo Boliviano”; compañía extranjera ciertamente, pero la única aún que cubría aquellas tierras de olvido, tras la quiebra en cadena de los capitalistas de la –antiguamente- regia Reina del Plata.

En realidad, tenía demasiado miedo a volar como para ser feliz con su irreflexiva elección, su especie de apuesta contra el mismo destino; pero imaginó que incluso aquella angustia previa le haría un poco más soportable el futuro deslumbramiento del desierto infinito, el estallido del sol, la móvil fluctuación del horizonte en la conmoción de los espejismos del calor.

Agregó a su equipaje varios cuadernos vírgenes, para celar y atrapar a eventuales ideas de ficciones que pudieran ocurrírsele –vanas esperanzas, usualmente- y a las que habría que vampirizar, trocear, devorar rápidamente, con eficacia caníbal; si acaso se rendían.

Apagó todas las luces. Desconectó todo artilugio. Salió a hurtadillas de su departamento de la calle Balcarce. Se despidió del río, callado e invisible más allá del teatro ruinoso de la ciudad. Y esperó un taxi, mientras en soliloquio rezaba oraciones pueriles, que lo tranquilizaban. Como cuando, de pequeño, aquellos exorcismos lo ayudaban a entrar, temblando, en las habitaciones nocturnas de su casa.

Al terminar la máquina su tensa trepada del despegue, vio por la ventanilla los últimos suburbios,... y cerró los ojos; desesperando dormirse. Ya sobre el sur de Córdoba, supo que el miedo no le daría tregua. Ni habría absolución del sueño. Pidió algo de beber. ¡Cualquier cosa alcohólica que tenga, señorita,... por favor!. Y miró, rojo, amarillento, entre nubes, el desierto invencible, que –agotada el agua de las pampas- empezaba a brotar desde la tierra. Había llevado consigo un antiguo volumen de viajes, o libro de memorias, de un famoso letrado decimonónico que se aventuró hacia el mismo rumbo a mediados de marzo de 1890. El viejo texto, donde Brondo buscó consuelo, parecía exaltarse –al contrario que él- por las perspectivas de entrar en los confines: “(...) después de rudas fatigas, de esas que rinden el cuerpo y envenenan el alma (...) buscando reposo, quise visitar las montañas (...) para refrescar mi espíritu en presencia de los parajes donde transcurrió mi primera edad (...) y la poesía de las portentosas regiones eran la fuente del consuelo que anhelaba...”. Ese consuelo que yo también anhelo tanto, pensó Brondo, sintiendo que su miedo cedía al dialogar con los bondadosos, optimistas, recuerdos de aquel hombre que narraba desde la muerte. “... (la sierra) anuncia ya con sus picos atrevidos, donde las nubes bajan a formar diademas, la gran cordillera...”.

Y entonces –tras casi cuatro horas de angustia- el avioncito frágil, con sus turbohélices que tosían como bailarinas tuberculosas, se bajó desde las nubes hasta los pies parduscos de aquellas azules cordilleras. Eran las tres de la tarde del 28 de enero de 2006 y un sol blanco intenso fundía el degradado pavimento de la pista, de modo que los zapatos iban dejando minuciosas huellas hondas, detalladas como pisadas criminales, amenazando con la repugnancia de quedarse pegados para siempre en la pasta bituminosa.

-¡Este sí que es un verdadero calor...y todo lo demás es joda!-, le pareció que gritaban, mudos, sus labios resecos; sus pulmones a punto de rendirse. _¡Con que este es el famoso desierto de Sarmiento... el guadal y guarida de El Tigre de Los Llanos...!-, pensó como dudando de la realidad intensa-;... este es el desierto verdadero; al fin. Y voy hacia él; voy - como entrando en un sueño, voy como perdiendo mi carne desleída en el sol, voy como entrando hecho palabras de una historia muerta- voy haciéndome materia misma, misma carne, del texto expresionista de su famosa biografía de El Tigre, su mítico “Facundo”... y comienzo a percibir –¡alucino!- lo mismo que aquel hombre fabulador, enfático, -herético Moisés-, nos contó que veía en este mismo sitio y en otra ilusiva curvatura del Tiempo: “Más hacia el oriente se extiende una llanura arenisca, desierta y agostada por los ardores del sol, en cuya extremidad norte, y a las inmediaciones de una montaña (...), yace el esqueleto de La Rioja, ciudad solitaria, sin arrabales y marchita como Jerusalén, al pie del Monte de Los Olivos (...) He tenido siempre la preocupación de que el aspecto de Palestina es parecido al de La Rioja, hasta en el color rojizo u ocre de la tierra, la sequedad de algunas partes y sus cisternas (...) hasta en sus vides, naranjos, higueras, que se crían donde corre algún cenagoso y limitado Jordán(...)”.

Cerrando el libro, se entregó en cuerpo y alma a aquel taxista de pupila huidiza, calcinada, que pareció inusualmente amable y desde el aeropuerto lo llevó rumbo a los escasos hoteles confortables de la pequeña ciudad, en la zona de la catedral; pero estos espejismos estaban ya colmados por supuestos turistas -¿qué tiene de atractivo un desierto ardiente?--; pero también por algunos vecinos que huían de sus casas bajas y se refugiaban del golpe de calor tras los cristales antideslumbrantes del moderno edificio, al albur de sus refrigeradores exhaustos. Por consejo del conductor que, visiblemente cansado, respiraba el caldo del aire con sibilancias de asma; finalmente arribaron a un hotelito barato, subiendo ya hacia las faldas de la sierra del Velasco;...hotelito que parecía escudado por una buena sombra de viejos árboles, tanto en el jardín como en el patio. Allí la penumbra escasa permitía el fingimiento de una modesta humedad.

Lo atendió una mujer indefinida, acaso simpática en otras eras de su edad insondable, bastante gruesa y de mediana estatura, rostro matizado de quechua y de criollo; que le ofreció una cerveza fresca. Sin saber si se engañaba por esa bondad servil, Brondo comenzó a sentirse mejor.

-¿Por qué viene precisamente ahora...?-, lo interrogó, enigmática, la hostelera.

-Me parece un instante del Tiempo tan bueno o tan malo como cualquier otro. ¿Por qué ese énfasis suyo en la precisión del ahora?-, se oyó responder Brondo, a quien no le gustó mucho su propia respuesta, porque habitualmente detestaba a la gente que respondía a una pregunta con otra pregunta.

-No pensará que se lo digo por la obviedad de este bruto calor: es verano...y hace calor...como cualquier otro verano aquí; no es por eso.... Bueno, dejemos ahora eso y venga conmigo, que lo acompaño a su pieza. Está hacia el fondo de la galería-.

La galería era infinita y unía una sarta de pequeños cuartos,...o -más precisamente- unía las estrechas puertas verdes de los pequeños cuartitos gemelos de los huéspedes, ya que no se veían ventanas hacia el patio que quedaba encerrado por los pilares de la galería (-tal vez,... las ventanas se abren, todas, hacia las fachadas externas de la casa, donde –fugazmente- pude entrever algunos árboles altos y tupidos-, se ilusionó Brondo). El suelo de recalentadas baldosas rojas, bruñidas por una higiene obsesiva, espejeaba uniendo la llamarada del cielo con la llamarada de la tierra. En repintadas macetas y tiestos, los cadáveres de presuntas hojas y flores desleídas crepitaban sottovoce como si vociferaran. (Ojalá, adentro, haya por lo menos un ventilador que funcione..., rogó mentalmente Brondo a su dios de los ateos; aunque ninguna máquina se oía en el silencio inhumano).

-Aquí es,...deténgase. Y espéreme aquí. Primero yo entro sola. Después entra usted; cuando yo se lo diga--, ordenó con inapelable naturalidad la extraña.

Brondo se quedó mirando el cielo de la tarde que ya moriría pronto y vio unas nubes lilas con los bordes muy rojos: “seguro que mañana hará más calor”, pensó...y sintió un estremecimiento raro porque de frío no sería. No se veía un alma hasta los lindes últimos de la galería. Le pareció que la mujer tardaba siglos en salir de la pieza. ”¿Qué puede estar ordenando, buscando, limpiando, tocando..acaso el polvo que se disemina impalpable?”. Porque por vez primera vez advirtió el polvo pardo, que no era tierra ni arena, que era como harina sucia...que se metía en cada poro, hasta en la misma oquedad de la boca, por el viento caliente cuando soplaba desde el valle de Zonda;...un residuo asfixiante, gemelo del ahogo que disemina el Simún, de la bruma terrosa que viniendo de Beer-Sheva calcina Jerusalen sin tregua. Como sería sin tregua la lucha de esta pobre mujer, barriendo y lustrando las baldosas rojas del hotelito día tras día... desde miles de días.


-Ya puede pasar...-, dijo la mujer, mientras sonreía con una sonrisa amplia, que mostraba una boca extrañamente joven, dulce, paradojal, plena de luz rosácea y blanca.

Brondo obedeció y penetró en el cuartito, en penumbras, porque los cierres de las ventanas –de una ventana única- estaban echados y las celosías tamizaban el fuego exterior y se agradecía, en fin, poder abrir los ojos que venían entrecerrados, miopes por el ácido de la resolana de las seis de la tarde.

Entretenido como estaba tratando de adivinar los perfiles de una cama estrecha, de una mesilla flaca, de una probable silla agazapada en un rincón...Brondo apenas se dio cuenta cuando la mujer cerró tras él la puerta, sin ruido. Y después escuchó dos vueltas de llave echadas desde fuera –con ruido- y el arrastre suplementario de una cadena que entraba por unos –no presentidos por el viajero- agujeros de la madera, lijándola, y el cierre perfecto de un candado fuerte –un terrible ruido- amarrando la puerta con solidez de hierro.

Y se oyó gritar airado, preguntando a la extraña el por qué de ese inesperado encierro y la maldijo e insultó con obscenidades y más gritó aún pidiendo que viniera la policía a ver tamaña, absurda, afrenta y segura vulneración de todas las leyes y decretos del mundo y de los derechos humanos, recuperados ya, por fin, en la república después de la mala noche de los tiempos hediondos de la última dictadura militar, hacía un cuarto de siglo. “¿O es que éste es un secuestro?... ¡mafiosa hija de puta...pero no conseguirás un centavo, que tampoco tengo, ni lograrás...! Y se calló de pronto, al darse cuenta de que estaba hablando solo...porque el plaf-plaf de las alpargatas de la mujer ya se había perdido en la distancia insondable de la galería...

Sería ya tal vez las doce la noche, o mucho más tarde, en la alta madrugada, cuando el ruido de las pisadas regresó, despertando a Brondo de un semisueño de agotamiento en que había caído; después de haber llorado un rato, por el miedo y la rabia y la necesidad de entender y el vacío de la piedad hurtada,... aunque no estaba dispuesto a darse cuenta de la debilidad de sus propias lágrimas.

-¡Despierte, despierte!-, dijo una voz (¿acaso la extraña, nuevamente?)- que le traigo un poco de comer y la ginebrita que sé que le gusta tanto...-.

-Váyase a la mierda...no quiero comer, lo que quiero es salir de aquí, desgraciada,... ¿por qué me han encerrado, carajo?, quiero que me lo digan...que me lo digan ya...

-Haga el favor de callarse un poco ya,..no ve que no hace más que quejarse como un chico...y ya es un hombre grande que tendría que entender...¡hombre grande...!

-¿Entender...qué estupidez es esta que yo tengo que entender?, maldita vieja.-

-No se gaste insultándome. Así no irá a ninguna parte. Si he cerrado la puerta es sólo por cierto tiempo. Hasta que pase. Y es por su bien...Mire, yo tengo un hijo como de su edad, cuarenta y pico, ...bueno, en un tiempo tuve un hijo así, sí, como usted...y todo esto no es más que por su bien, por su bien..., se lo digo como madre que he sido...-

-¿Hasta que pase qué...?-.

-... la guerra, hasta que pase la guerra...-.

¿Una guerra...de qué mierda habla?, ¡loca,...imbécil!...¡déme un teléfono para llamar ya a la policía...le exijo que me comunique inmediatamente, quiero llamar a Amnistía Internacional....; yo soy escritor , pero también soy periodista y hay gente amiga de la Capital que ya debe estar buscándome...en todo el país...y usted se va a arrepentir, canalla...y hay –incluso- un taxista que me ha visto entrar aquí, hay testigos...aunque seguro que ese hijo de puta es cómplice suyo, seguro...!-.

-¡Bah, bah...no me haga reír, que me da hipo!. Si fuera periodista y viviera en este mundo no tendría que explicarle lo de la guerra, usted mismo lo sabría...y entendería que lo estoy protegiendo, para que no vea nada y así ellos no tomen venganza ...y estaría ahora dándome las gracias, hombre sonso; y ya basta de cháchara... y no intente nada cuando entreabra un poco para pasarle la ginebra y estas empanadas riquísimas!. Aunque tampoco podría hacer nada, porque está la cadena, que cede como una media cuarta, pero no se abre –si yo no ordeno que se abra- ...así que... ojo...

-¿Y cuando empezó esa tal “guerra” de la que me está hablando...desde su demencia?-.

-Es la guerra que empezó –aquí- en el mil ochocientos y pico..., señor; y en otros lados empezó antes..., en el mil setecientos ochenta y nueve, o después: en el mil novecientos catorce, o en el treinta y seis, por ejemplo...y qué más da... ¿qué ganamos poniendo números que flotan en el agua del río...?-.

-...por amor de Dios, pobre mujer enferma; ¿es que no se da cuenta de que está delirando...?-.

- Eso me recuerda que quien está delirando de verdad, en la enfermería, es la pobre María.¡ Tengo que sacarla de allí, porque de noche ese lugar no es seguro...!. Y se me ocurre que se la voy a traer aquí para que usted la cuide. Me va a hacer ese favor, sabe, porque no tengo a ningún otro que esté entero como usted y se pueda pasar unas horas cuidándola, a la pobrecita...; la voy a traer y me la pondrá en su cama. Y para usted traeré una colchoneta para que se tire en el suelo;...si al final, sólo será por esta noche...No se me va a negar ahora, señor Brondo,... tienen que ser solidarios entre ustedes...

Y la extraña abrió un poco la puerta y le pasó la comida y Brondo la miró a la cara y parecía serena y sin el rictus de rabiosa locura que el hombre de Buenos Aires había imaginado que aparecería ante él como un espantajo. Pero ella ya no lo miraba porque se había marchado, silenciosa, hacia zonas desconocidas de la casa, donde tal vez morara el sentido último de todo.

No podía comer por el peso de la angustia que le ceñía el pecho; pero se obligó a deglutir unos bocados y beber algo; y fue acaso porque tuvo, de pronto, la tenebrosa intuición de que en aquel sitio sólo él podía ya cuidar de sí mismo y debía comer para sobrevivir. ¡Pero esta es una puta pesadilla...ay, Señor...ten piedad de mí!; se oyó gritar, mientras golpeaba con su frente en el cemento fresco de los muros y se abría una brecha superciliar que comenzó a sangrar, rutilante, con ese rojo de rubíes de la sangre aún viva, antes de secarse y comenzar a parecerse a las heces.

Una hora más tarde, más o menos, aquella mujer volvió...y lo hizo acompañada por alguien que, más que caminar lentamente junto a ella, parecía un bulto inerte y arrastrado por la fuerza; respirando apenas y quejándose en un tono débil.

La hostelera se había mudado la ropa y venía ahora vestida con una camisa y falda y zapatos blancos y se tocaba la cabeza con un birrete níveo también; y en esa toca y en el bolsillo de la camisa traía bordadas dos cruces rojas. ¡Pero si esta tarada se me ha disfrazado ahora de enfermera de la Cruz Roja Internacional!, exclamó el hombre encerrado, apenas ella tiró de la cadena para entreabrir algo la puerta y pudo verla. La extraña, entonces, le dio unas instrucciones claras: ella abriría la puerta para que entrara la enferma ¿acaso herida? que traía; y si él hacía algo violento, intentando salir, tal vez huir, si ello fuera posible...entonces, la vida de aquella muchacha estaría en agudo peligro. ¿Y usted no querrá que ella se nos muera, verdad?. Además, pese a su inocencia, está muy enferma, como puede verlo. Por eso hoy – como está previsto- ha recibido su dosis de quimioterapia.

-¿ Y qué tiene que ver una enfermedad terminal como el cáncer con la inocencia, vieja malparida?.

- Nadie ha mencionado la palabra “cáncer”; salvo usted, Brondo...-.

- Y, si no hablamos de cáncer... ¿de qué estamos hablando...?-.

-Es sólo que tomamos medidas preventivas, sanitarias, con todos los civiles que hayan estado en contacto con la materia militar...-, dijo la enfermera desde el otro lado de la puerta.

- ¿...y qué mierda es esa tal ”materia militar...”-.

- ...quiero decir, contacto visual o físico con los soldados que están en el combate que empezó anteayer...-.

-¿María, es verdad lo que dice esta alucinada...

-Yo solamente los vi a los lejos, cuando bajaba de la sierra, en mi coche, por el camino viejo del Llacampis...-.

-¿Qué es lo que viste...que crees que viste, por amor de Dios...?. Por favor no cooperes con ella, que quiere volvernos locos...-.

-...es que yo sí, vi...vi pelotones de caballería, con lanzas y trabucos; soldados de los batallones del coronel Irrazábal; que venían degollando a cualquiera que encontraran a su paso;...y yo paré el auto, apagué las luces, cerré la llave de encendido del motor y me tiré en el piso, para que no me vieran...

-Pero no pudiste evitar verlos, hijita;...por eso tenemos que tratarte,... por eso...-, se oyó la voz de la enfermera, que se alejaba por la galería.

-¿y cómo es que hay soldados en operaciones de ejercicio en esta parte del país (¡¡porque sólo puede tratarse de operaciones de ejercicio....maniobras de entrenamiento!!) y los diarios de Buenos Aires no publican nada?-.

-No, Brondo...no son ejercicios...están peleando y matando de verdad, de verdad...y los manda desde Buenos Aires el presidente Mitre-.

-¿Qué presidente? ¡Repite ese nombre, por favor...!-.

-El general Mitre, por supuesto, ¿quién va a ser?.

-¡Pero, María, me estás hablando de un general del pasado, de un hombre que peleó contra Rosas y que murió hace ya un siglo!-.

-...pero él los manda, y han entrado por el sur, desde San Juan. Son columnas bajo las órdenes del coronel Irrazábal,...están persiguiendo a los guerrilleros de Peñaloza;...que están alzados en Los Llanos y también se refugian por aquí, en las afueras...-, le explicó, pacientemente, María haciendo un claro esfuerzo por hablar, quemada por el dolor y el malestar, como estaba. Y esforzándose aún un poco más le señaló una pequeñísima brecha donde la madera reseca de una ventana se había agrietado y filtraba una levísima luz. Brondo se pegó al muro con desesperación, procurando enfocar con sus pupilas la tenue claridad. Y entonces vio, en el contraluz del amanecer que ya iba anunciándose, a un grupo de soldados que hacían caracolear sus caballos sobre un camino de arena, al sur del hotel. Gritaban, soeces, y disparaban al aire y blandían estremecedoras lanzas, empenachadas, en cuyos extremos los puñales brillaban danzando chicotazos de acero. Y un instante después, obedeciendo impulsos, ininteligibles órdenes secretas, alcanzaban galopando el horizonte, esfumados por una cortina de polvo.

-¿Y yo, entonces... por qué yo no oi antes ni los disparos, ni los relinchos, ni los gritos de ese pelotón...que estaba allí tan cerca, a treinta, a veinte metros...?-.

-Porque sólo puedes oírlos, Brondo, cuando los ves...y ya sólo verlos no es tampoco fácil para cualquiera...; yo misma –ya el año pasado y hace como tres años- he sobrevivido a otros combates que estaban ocurriendo a mi lado y nada oi ni vi...-.

-¿...y cómo se llama, entonces, esta guerra?- preguntó, abatido, Brondo con la voz quebrándosele.

-¿Y eso, qué importa...es que alguien lo sabe, acaso...?. Es la misma guerra. La guerra eterna, infinita, en medio de la que nacemos y morimos. En esta tierra, el Tiempo es como correr sobre arenas movedizas: como corres en los sueños...tus muslos se agarrotan, las plantas de tus pies se laceran y sangras...y siempre estás, fijo, en el mismo lugar,...en el punto exacto del espacio donde consumirás tu terror hasta la muerte...-.

-¡Pobrecita, pobrecita...! ¿Cómo podría curarte o consolarte?.

-Nadie puede. Ella ya lo intenta, inyectándome cosas, como ves. Acaso si pudieras hacerme el amor, eso me calmaría. Pero no puedo,... mi cuerpo tampoco puede ya hacerte el amor; estoy perdida. Estoy mal...siento mucho dolor, en cada célula...tal vez estoy muriéndome ya...Pero si quieres ayudarme, bésame un poco, quieres –pero fingiendo, si pudieras, que de verdad me amas, que me has amado siempre--,...y lee, en voz alta, un poco de ese libro que debe estar en mi bolso; si no me lo han quitado, todavía.

A la luz mezquina de una linterna, Brondo escrutó la hermosura del perfil de María, imaginó el placer de su carne y de su espíritu en los años felices; en un tiempo aún no debelado. Y la besó, sabiendo que –al recibir sus besos- ella sabría que él nada fingía, sino que estaba reconociéndola como su amada, su reflejo mellizo, su salvación, su certidumbre y pertenencia más honda. Entreabrió con sus labios aquellos jóvenes labios carnosos y recorrió con su lengua el estremecimiento del templo de la boca y bebió de esa saliva;...precisamente esa, cuyo sabor juntaba el de todas las aguas que manan hontanares del goce, el deseo, el enigma. Y bebió el olor del corazón de la hembra, que le subía por la sangre hasta los cálices de las comisuras.

El libro que desgajaba sus folios por el uso continuo, subrayado y comentado en los márgenes con su letra aleteante, era un lenguaje que venía de otra celda inquisitorial, desde una mañana o una tarde de 1577, desde las piedras de Toledo, para (estremeciendo la voz de Brondo) cantarle a María en la miseria del cuartucho y de la guerra, como un peregrino que llega desmayado; aunque acaso más vivo que los violentos héroes:

“¿Adónde te escondiste,
Amado, y me dexaste con gemido?
Como el ciervo huyste,
Aviéndome herido;
Salí tras ti clamando y eras ydo”.

“Pastores, los que fuerdes
Allá por las majadas al otero,
Si por ventura vierdes
Aquel que yo más quiero,
Dezidle que adolezco y peno y muero”.

Y Brondo escuchó cantar el primer gallo y poniendo su oído en el pecho de María sintió muy fuertemente aisladas palpitaciones que iban yéndose y -como ecos en el bosque- iban perdiéndose...

Cuando la hostelera abrió la puerta a las ocho de la mañana, iniciando su ronda; fue grande la sorpresa de sus ojos, pero apenas se dio cuenta de que ya estaba muriéndose sin remedio mientras se desplomaba bajo el empuje sin piedad del bolígrafo de acero de Brondo; que este le había clavado en la garganta, azuzado por la adrenalina y la fuerza bestial del miedo y de la ira.

Brondo metió el cadáver, todavía vestido de blanco, hasta el centro de la habitación. Desnudó a la extraña, tibia y agria. Vistió con esas ropas el cuerpo sin vida de Maria y lo levantó con cuidado y se lo echó a la espalda, como una cruz que pesaba levemente. Y, descalzo para no hacer ruido, Brondo caminó la galería hacia el ala oeste, donde oficinas y recepción se adivinaban.

O todos dormían aún, o allí no había nadie, o él era el único ser vivo en un planeta muerto, porque a nadie vio y nadie lo molestó. Llegó al jardín y a la calle desconocida. El asfalto comenzaba ya a recalentarse y algo olía mal. Detrás de un coche estacionado –que reconoció como el taxi en que lo habían traído- vio otro cadáver tendido, después de la batalla. Era el taxista afable de la tarde anterior. O lo que quedaba de él: se había desangrado en un gran charco coagulado y todavía tenía una lanza atravesándole el pecho, hundida –rabiosamente- hasta los primeros nudos de la tacuara sucia. Brondo le cerró los ojos y rebuscó entre sus ropas las llaves del automóvil.

El coche se puso en movimiento dócilmente. María iba tendida en el asiento trasero; como una niña que duerme en su inocencia. Cruzó varias esquinas sin encontrar obstáculos. Al fin encontró señales de tráfico que marcaban la salida hacia el rumbo de Córdoba y Buenos Aires. Torció hacia aquella promesa, acelerando. En ese momento, un hombre de Irrazábal, que debía estar de guardia detrás de un algarrobo anémico, intentó salirle al paso. Lo atacó con su lanza, que rebotó en el techo del vehículo. Viendo su impotencia, intentó huir, pero el caballo se asustó con la máquina y se cruzó en el camino: el golpe del choque fue muy fuerte pero Brondo cerró los ojos y tensó el cuerpo y aguantó el cimbronazo. Saltaron cristales y jinete y el caballo cayó, estallándole la cabeza bajo un neumático. Sus ojos escaparon de sus órbitas y su lengua quedó caída como un trapo morado en medio de un relincho congelado para siempre. Brondo recordó nítidamente el caballo despanzurrado del Guernica y se preguntó, banalmente, si Picasso habría tenido ante sí un verdadero caballo muerto mientras pintaba...

Y procuró acelerar un poco más, penetrando la soledad, sintiendo que el alma ardiente del desierto se le metía en su carne a través del parabrisas hecho añicos. Había entrado en el cubil del tigre a través del desierto y ahora intentaba huir por ese mismo laberinto del texto primordial, moviéndose lentamente bajo la violencia del cielo.-

© carlosmamonde

miércoles, 19 de octubre de 2011

martes, 27 de septiembre de 2011


miércoles, 24 de agosto de 2011


“MI CASO NO ES “

por carlos mamonde




Mi caso no es el de Franz Kafka, despertado por Dios una mañana en el callejón de la Alquimia, a orillas del Moldava, convertido en un bicho, un gran insecto, dice él…o lo dice, lo grita, ya lo dice el propio bicho porque quien debía estar pensando en ese momento en que ya se había comenzado a escupir la historia no era otro sino el bicho…en ese instante posterior a la noche, aunque aún se moviera a la sombra de la mole de San Vito en el Castillo –los dedos de la sombra bajando desleídos hacia las rampas de la vertiginosa iglesia de San Nicolás y los pasadizos inhumanos, las casas mazmorras del pobrerío de ‘Malá Strana’- tenía que ser el bicho –no un hombre- quien nos estuviera hablando… y si así entendemos la voz y sentido de tal persona -o cosa que balbucea- es porque somos bichos como ello lo es ya, en ese instante.

Esta sospecha es lo que más me hiere de ese cuento, que no releo desde hace décadas, por ese dolor que me lijaba; y porque también hace ya muchos años que han naufragado mis ilusiones literarias y ya sólo me dedico a una práctica que parece haber quedado como la única verdad sin sombras de mi identidad: me dedico a sospechar de los hombres y a matarlos –¿“asesinarlos” podría decir (sin exagerar) alguien que me mirara desde fuera de mi alma?- si me dan una perentoria orden del poder que me dice “mátalo”; con razón o sin ella.

¡Sé cuán ridículo –y esnob- suena sugerirse un perfil de asesino aficionado a la literatura…alguien que especula con los reflejos, entre bellos y perversos, de un alma poética!

Pero yo también he despertado esta mañana. (Despertar para mi, en cierto modo es una bendición; por mis largos años del potro del insomnio infernal…aunque este despertar ha sido detestable…si es que ya no es él último, el deseado).

Desperté remoloneando, con la vibración de los recuerdos desflecados de la vieja Checoslovaquia –donde viví tantos años, ocultando mi daga cerquita del pecho: donde tuve que matar a una joven pareja, ambos hermosos, durante los días de (sus) esperanzas de la “Primavera de Praga”-…desperté un poco con los recuerdos de otro río, absolutamente diverso del Vltava y al otro lado del Atlántico, un desmesurado río que se ahoga en su propio lodo e inmensidad lamiendo a Buenos Aires –donde tuve que dispararle al Rusito Saper, porque él luchaba contra el gobierno de la Junta Militar; que me pagaba ¿(quién puede entenderlo, un buen poeta como el Rusito, luchando hasta perder la vida por cosas de la puta Historia?) y, al fin, con la luz de este otro río cotidiano de mi vida en Lisboa, donde hoy habito enmascarado y todo me promete ya que permaneceré y envejeceré hasta mi muerte.

Diversos ríos fluyendo diversos destinos y rostros superpuestos para ocultarme como sicario, para perfeccionarme como tal, no en un aura sino en una sombra sin límite. Muchas corrientes heladas para acurrucar mi cabeza y dormir junto a ellas, gimiendo por el don del olvido…muchas corrientes para reflejarme al despertar. Ciudades en que he vivido –junto a otras que prefiero no nombrar- aunque no haya nacido en ninguna de ellas.

Lo que me produce el pánico que estoy intentando sortear con este sofoco de palabrerío sin fin de mi soledad…es que hoy me he despertado dándome cuenta de que he olvidado el nombre de mi jefe superior, el nombre del fiscal oculto que controla –a veces- mi sección y aún el nombre del propio ministro; mi amigo D..

Hasta se me ha ocurrido que durante la noche he podido morder los eslabones y hoy la atadura del hierro ya se ha desvanecido en la niebla, arrojándome al terror de hacerme cargo de mi propia conciencia. En un entresijo del pánico pensé incluso – o tuve una tentación, que no es pensar exactamente- de precipitarme hasta la iglesia de San Judas, que duerme a la vuelta de mi esquina, en busca de un consuelo dudoso pero acaso posible…pero he olvidado también el nombre de ese sacerdote alto que suelo ver pasar…el de los alzacuellos roídos por su barba dura y el maloliente aliento, royéndole los dientes amarillos.

¿Cómo podría comenzar mi eventual confesión?: mire padre -¿o debo llamarle Padre? aunque usted no sea él y él esté muerto desde mil novecientos sesenta y seis, cuando me abandonó a la orfandad y a lo precario e inestable en el bamboleo del planeta…si entiendo su punto de vista, padre, el movimiento planetario no tiene un cuerno que ver con toda esta sordidez de nuestras vidas, de mi vida, de esta mañana translúcida en que todo se revela y es epifanía inversa de lo milagroso…-si así podría verse- tiene usted razón; pero ¿por qué? ¿por qué me llama usted Francisco, padre?…si mi nombre es otro, mi nombre son otros…bien es verdad que los he olvidado ya…y ahora usted, Eminencia, quiere saber cual fue primer crimen…creo que fue el asesinato de un pájaro que cantaba hermosamente –no conozco los nombres de los pájaros, qué pena- cuando yo era aún adolescente, al que ¿confundí? con un cuervo; si le disparé con una carabina muy ligera del calibre 22 long rifle que me había regalado Carlos –mi padre se llamaba Carlos, perdone-… y sí, sí …hasta hace poco he conservado esas amistades de la infancia con quienes salía a matar. No, no recuerdo el nombre del amigo, de los amigos, que fueron testigos…aunque dicen que al envejecer crecen como gigantes de emoción los recuerdos de los amigos de la infancia, no me ocurre a mí ese curioso fenómeno…por mi mucha culpa. Tiene razón Eminencia…así será... por esa culpa río que me lleva. Con esos niños, además de aventuras sangrientas como esa…entonces solíamos retar mucho a Dios…uno de nuestros retos predilectos era, me parece, encaramarnos en el breve parapeto que abrigaba la torrecita de la iglesia del pueblo…y poniéndonos cabeza abajo hacer la vertical sobre ese murete de apenas diez centímetros de ancho –“hacer el pino” lo llamábamos nosotros- sosteniéndonos rectos como una jabalina sólo sobre la tensión de los deltoides , en el borde mismo del abismo, que prometía muerte, pero usted me reconocerá que la libertad humana se ciñe solamente a tocar los límites de la bondad y del mal y arriesgarnos a la falencia de la Promesa…esta era la blasfemia de nuestros músculos, como blasfemaban las pequeñas balas aquellas descabezando los pajarracos del bosque, su inocencia, y difiriendo la ejecución de nuestros grandes crímenes hacia un momento todavía futuro en nuestras vidas dejadas de la mano de Dios.


La noche de este otro crimen mío –personal- que he venido a confesar

(Todo lo dicho golpeado por el miedo que desconocía …lo dicho por mi y que he pedido al padre Manuel Bueno –párroco de San Judas- que pase mi relato en limpio él mismo –escribiendo en tercera persona - , para que se evidencie un mirar desde afuera…donde yo no pueda justificarme. Y quiero que así quede registrado; aunque haya varios errores de transcripción por su parte)…además de lo raro de ver que esta es mi primera ejecución decidida por mi mismo ¿en mi propio beneficio?...y no por el poder. Por fin, se diría, he sido libre actuando en mi propio libérrimo acto de asesino; para mi único beneficio, para la soberanía de mi deseo, sin órdenes superiores que me justifiquen.

La noche de este otro crimen mío (¿acaso fue esta noche última? ¿Usted cree, monseñor, que por eso es que me siento tan culpable? ¿No será por mi maldad en sí misma? Pero usted insiste en que la culpa mayor es por mi homosexualidad… ¿pero eso que importa, padre?, si yo amaba mucho, y verdaderamente, a Joao…no sólo era lujuria de la carne, como usted insiste...era la ternura de Joao eran sus celos locos y los míos….

Recuerdo, apenas, que un coche –si, si… pudo haber sido mi propio coche…ya se sabe que dormido todo sueño es incongruente y caprichoso y las cosas se desplazan y superponen…bueno, ese automóvil estacionó furtivamente cerca de los primeros chalés del barrio Alto (y aquí es dónde usted debe comenzar a contar o a transcribir…se lo agradezco Padre…le cedo la palabra…hable)…

“Un coche estacionó sin ruido, no más allá de donde -tensando algo el oído- se escuchaban los últimos rumores del oleaje. En la zona de Nazaré-playa , al norte de Lisboa, por la carretera que sube hacia el norte, hacia Oporto –…ahí junto al barrio Alto de Nazaré, la antigua villa izada a un promontorio por el funicular, alguien estaba frenando y desconectando el motor…en esa calle ya alejada de la avenida de la playa y del ruido noctámbulo de las discotecas.

Era poco más de las tres de la mañana y estaba refrescando y haciéndose más añil la sombra, como siempre antes de la madrugada. Un tipo se bajó del auto y casi furtivamente trotó unos pasos hasta pasar la verja del chalé doce. Golpeó muy despacito con los nudillos y ya estaba por sacar la llave del bolsillo cuando alguien le abrió y lo hizo entrar.

--¡Por Dios…te has dado cuenta de la hora que es…!--, protestó un muchacho joven que había en la casa, mientras se ceñía una bata azulona, lo único que llevaba sobre los calzoncillos. La bata tenía, en la espalda, un raro estampado chillón de un dragón rampante, que al hombre siempre le parecía haberlo visto antes en alguna otra parte.

--¡No empieces ya fastidiarme, no me jodas ya…por favor!, contestó el visitante, quitándose la chaqueta que casi arrojó a la cara del joven.
Joao colgó la americana de F. en un perchero y murmurando algo por lo bajo se metió en el salón. El hombre que había llegado en la noche rebuscó entre unas botellas y empezó a beber algo.
--¿Y a mi no me das nada?…también tengo sed--, le dijo el muchacho mientras se tiraba en el sofá.
--Me parece que ya bebiste demasiado en el bar…--, contestó con sorna el otro.
Joao se puso de pie para ir a servirse algo. Tenía la boca seca y respondió de mala gana.
--No te metas conmigo…no tengo ganas de cachondeo a estas horas. ..y además que en el bar no bebí nada. Cuando trabajo, trabajo…y volviendo a la hora que es…
El hombre mayor se fue a sentar, con una copa y una botella en la mano, en un sillón, frontal a la ventana por donde al amanecer se adivinaría el Atlántico.
El más joven acabó a grandes tragos un vaso largo de whisky y empezó a quejarse, con una voz falseada. Le reprochó al visitante su afición por las mujeres. Esas “hembras”, dijo, esas “salidas”…No entendía que pudieran gustarle y que se acostara con ellas, además. Como podía, incluso, haber llegado –en su juventud a casarse con Bethania, una de esas-¡No comprendo nada, nada…! gritó. Porque no entendía que aquel hombre, su amante, pudiera haber hecho semejante cosa sin decírselo; que hubiera llevado una doble vida sin arrepentimientos, dijo, sin arrepentirte después de tanto tiempo, años, juntos…después de lo que yo te he dado…
--Muy joven, eres demasiado joven…--, murmuró el hombre con tono calmo, aunque como cansado ya de aquel diálogo de sordos.—Cuando tengas mi edad…a veces, bueno, uno a veces hace las cosas porque las tiene que hacer…eso es…
--¡ Já, …--,comenzó a gritar , histérico e histrión, Joao. Y susurrando le agregó que no me vengas con la historieta de siempre…que tus veinte y tantos años de diferencia, que podrías ser mi “padre” y yo qué se…ya me da igual…porque lo cierto, lo cierto, es que de tu parte me has pedido, exigido, fidelidad. Y fidelidad has tenido, caradura, hijo de…!

El hombre se puso de pie y se fue a mirar unos libros apilados sobre una mesa. Joao saltó hacia él y lo agarró por el cuello de la camisa. Le gritó, descontrolado por los celos…te estoy hablando yo, yo…dijo, furioso y ahogado por su falta de elocuencia y como menguando la altura de la voz, rebuscando el recuerdo, acaso, de una intimidad que habían tenido…y, al final, miró al hombre mayor con unos entornados ojos como de muchacha sometida.
--…y además, ese cuento de que ustedes los policías son muy celosos…---.dijo Joao. —Bueno, ya sé, ya sé… los ex policías…los peones de la violencia, los paramilitares…si, ya sé que renunciaste después de lo que pasó en Abril…y que ahora eres joyero, una joya el señor…una joyita…
--¿Qué quieres decir con eso…--, se sorprendió el otro, ya muy caliente la sangre.
--Quiero decir, que yo, que yo…nunca te he puesto los cuernos, viejo de mierda---gritó el joven remachando las palabras---,…nunca lo hice, nunca…y no por falta de oportunidad, no…
El invitado al chalé de Joao dejó los libros en su sitio y caminó en silencio hacia la puerta. El muchacho corrió detrás de F. y lo agarró con fuerza por la espalda. Le rogó al hombre que no se marchara, le pidió perdón como un niño por haberse abandonado otra vez a la debilidad de los celos y prometió, prometió mil veces que no volvería a hacerlo…suplicó… quédate un ratito más…. quédate…te tengo una sorpresa., te tengo una sorpresa, repetía…

Para el hombre fue algo cursi y algo chocante. Después de salir un momento a la cocina, Joao regresó con una botella de champán y copas y se movía lentamente y se desnudó despacio y parecía escuchar una melodía triste que sólo estaba dentro de su mente.

Treinta minutos más tarde, el hombre que había llegado en la madrugada se irguió -desde la tibieza de la carne del joven- y, en silencio, comenzó a vestirse. Joao lo miraba entre aterrado y perplejo. Parecía que no podía creer que el otro se marchase, pero al comprobarlo comenzó de nuevo su gangoseo quejicoso, ahora te vas, ahora, después de haber hecho el amor, te vas…Pero el otro ignoró la súplica primero y los insultos después. Se ató con parsimonia los zapatos y le dijo: esto es lo que hay, muchacho; lo tomas o lo dejas…no me pidas más.
Joao, atolondrado por la pena lo observaba marcharse a través de la bruma de sus lágrimas. No podía reconocer a su amante en aquel hombre duro. Encorajinado por el dolor le gritó al ex policía, ex paramilitar, ex… ¡voy a decirlo, voy a decirlo, sí…todos sabrán lo que eres…ya no te tengo miedo…todos sabrán que eres homosexual, gay, maricón avergonzado…todos sabrán…!
Entonces el amante de Joao se acercó casi sonriendo, le acarició la nuca y la espalda con espantosa ternura, parecía querer tranquilizarlo antes de abandonarlo.

La caricia duró largos minutos. Entonces el hombre se puso de pie, dio un par de pasos hasta el bargueño y ciñó con su fuerte mano la estatuilla de mármol de una ninfa, acaso una Venus vaciada en bronce, dulce muchacha desnuda. Qué absurdo ¿será una ninfa o una musa?...como musa podría ayudarme a volver a escribir poesía.

Y volvió junto a Joao que gimoteaba sin tregua como un chiquillo aterrado…le acarició y besó suavemente la cabeza y los hombros. Después con un solo y fuerte, sólido, limpio golpe, le incrustó la estatuilla entre los parietales y la coronilla... Hubo otro golpe, hasta dos golpes, dos relámpagos callados, dos crujidos brillando en el silencio.
Las lágrimas cesaron, los gemidos cesaron.

El visitante nocturno salió a la noche, bajo las estrellas indiferentes. Del coche arrastró hasta el chalé un par de bidones. En el dormitorio, empapó el cadáver como si lo asperjara para una fiesta, roció la sangre de Joao caído boca abajo. El gasóleo chocaba por su fuerte olor ajeno a todo parentesco con el amor que fuera. Después, en repetidos viajes, llevó hasta el coche estacionado el televisor, el vídeo, unos jarrones caros. Hecho el trasiego, el hombre encendió su mechero y lo arrojó sobre el cuerpo que se enfriaba. Carne ya sin reproches, carne sin enfados ni histeria, boca que no gritaría al mundo ni una sílaba siquiera de la palabra maricón, la palabra que lo avergonzaba. La palabra que él usara, en comisaría, para otras técnicas…para reírse de los débiles, para acojonarlos, para que se mearan encima durante los hábiles interrogatorios.

Apenas seis años antes de aquella noche…en Peniche, a pocos kilómetros de Nazaré, sobre el mismo horizonte de arena en el viento y frías moléculas atlánticas chirriando en rompientes de espuma, tuvo lugar una boda. Se casaban Ana y Francisco. Ella era de Faro y tenía poco más de cuarenta años. Era viuda y madre de un chico casi adolescente todavía. El novio, de cincuenta años, era de la región de Tras os Montes, avecindado en Lisboa, viudo también desde hacía poco y padre de un hombre de veinticinco, ya casado, y de una muchacha de casi veinte.

Se casaron Ana y Francisco. A los pocos invitados – dos viajantes de joyería, colegas del novio; algunas amigas de ella—ese casamiento les pareció raro: una pareja desparejada que quería rehacer la vida tras la pérdida de sus primeros cónyuges.

Ana llevaba ya muchos años de soledad, conviviendo con J., su hijo de diecisiete años. Estaba como acostumbrada a su rutinaria vida. Su única distracción era jugar al bingo por escaso dinero, ir a un casino de vez en cuando. Era operaria en una pequeña fábrica textil donde tenía algunas amigas que la querían mucho, con ese trato íntimo, impertinente y cursi de los barrios. Francisco, el novio cincuentón, después de un pasado laboral del que no solía hablar, se había hecho representante de joyería. Al principio él fue el más reticente ante una nueva boda, pero lo sedujo la tardía y dulce belleza de la mujer.

Serás muy feliz con Francisco, estoy seguro…-- tiernamente le comentó Joao al oído de su madre. Ana miró al muchacho un poco sorprendida. Y de la sorpresa pasó al rubor porque tuvo que besar al novio por agobiante petición de los invitados que los aplaudían.
Joao se pasó casi toda la velada pendiente de su padrastro. Le rellenaba la copa, le preguntaba si le gustaba lo que habían servido. Francisco le respondía sonriente y parecía tan complacido con el joven que una vez, acaso, pareció acariciarle la hermosa melena pesada y rubia. El hombre sabía que aquel niñato –obcecado- le había insistido a Ana que se casase. Ahora parecía agradecérselo.

A la vuelta de la luna de miel a las Azores, la pareja se fue a vivir con Joao y la hija menor de Francisco a la casa del novio, en el barrio de Graça.

No se asomen por el balcón…--, les dijo, riéndose, Francisco a los nuevos miembros de la familia. Por ahí se había caído Bethania, la primera esposa.

La convivencia comenzó más o menos fluidamente. Francisco viajaba mucho por el interior de Portugal con sus muestras de joyería. Ana dejó la fábrica de tejidos de punto y se dedicó a ser ama de casa. Algunos ratos perdidos volvió, meses después, a su afición al juego.

--¿Cómo te fue ayer en la timba, Anita…?—le preguntó él como bromeando una mañana de domingo, mientras se preparaba la comida.
Bien, a veces se gana, a veces se pierde…---, comentó ella, distraída leyendo con un ojo una revista.
A ver...mujer –dijo Francisco, extendiendo la mano--, quiero ver la guita…

Y Ana reaccionó intempestivamente, poniéndose de pie de un salto y derramando lo que estaba bebiendo. Se le ruborizó cara y gritó con un grito que parecía excesivo para su pecho estrecho: ¡No sigas, Francisco, no sigas…ya me has hartado… no tengo otra cosa que esa pequeña distracción y dale y dale, siempre con lo mismo…que si vuelvo tarde, que te muestre lo que gané, que si perdí… yo no me meto con lo que haces en tus viajes por ahí, ni en lo que gastas ni cuanto ganas…te puedes ir al mismísimo diablo…!.

Rugiendo salió Ana de la cocina y se encerró en su cuarto. Atrancó la puerta con un violento golpe que retembló en la casa. Y allí se quedó quieta, como ensimismada, la mirada perdida, sentada con las piernas muy juntas en el borde de la cama de matrimonio.

Francisco, se sirvió una copa y se asomó al balcón fumándose un rubio. A los pocos minutos Joao, su hijastro, se acercó para acodarse en la balaustrada junto a él.
--Oí los gritos desde el baño…
--Ya sabes. El juego…se gasta todo lo que gano…y no podemos, no podemos continuar así, hijo, tenemos muchos gastos y ya no puedo más…
--Hablaré con ella, Francisco…a mi me hará caso, ya verás…
Y habló y dijo cosas que parecían raras en un muchachito de su edad…tienes que ser buena esposa para Francisco…él te quiere y no se lo merece…es un buen hombre…vive para sacrificarse por nosotros, no lo comprendes, mamá.

Ana estaba perpleja por los dichos de su hijo. Reproches y advertencias. Cuando vivían los dos solos, del sueldo de ella en el taller de ropa, nunca hubo reproches ni quejas. Francisco tenía una extraña influencia sobre el chico. Una influencia perversa, pensó la mujer.

Entonces decidió volver a trabajar con sus compañeras, para ser libre, para disponer de su dinero, para taparle la boca a Francisco; que se metiera en sus cosas. Telefoneó a María, la encargada, y la amiga le contestó que encantada que tu plaza siempre ha sido tuya y cuando quieras…
--Volveré a primeros de octubre…--, le aseguró a María.

Un mes después, el Día de los Muertos, amaneció una mañana fresca de noviembre. Francisco se levantó tempranísimo, antes que nadie en la casa. Estuvo dando vueltas por la cocina, hizo el desayuno y despertó a su hija. Con ella se marchó en un tranvía a la media hora, observado desde el balcón por una Ana intrigada. Antes que llegaran a doblar la esquina cercana, Joao también salió al balcón y les preguntó a los gritos que a dónde iban a esa hora. Pero no tuvo respuesta. Fue Ana quien le informó. Creo que se van al cementerio, hijo mío. Y entonces Joao la sorprendió diciéndole que ellos también debían acompañarlos. ¿Somos o no somos una familia, eh mamá…? dijo. La mujer se quedó mirándolo como turbada.

Corriendo como si lo llevara el diablo, Joao se vistió a toda prisa y la madre lo vio salir saltando detrás de las huellas de su padrastro, gritando su nombre y el de la muchacha. Con parsimonia, Ana también comenzó a vestirse y salió de la casa para ir a deambular sin rumbo por las calles evanescentes de Graça y de Alfama entre una niebla como de retardado amanecer.

Ana pensaba o trataba de hacerlo. Procuraba ordenar confusos datos de su vida más reciente. ¿Qué estaba ocurriendo; qué le estaba pasando a ella? No encontró la senda para encontrarse a ella misma en su circunstancia actual. ¿Por qué estoy haciendo lo que hago?. Nada estaba claro en los últimos meses. Sólo el pasado se le antojaba diáfano, acaso puro. Cuando pudo encontrar el rumbo entre la niebla que se levantaba ante un sol difuso, Ana cogió un tranvía y fue a llevarle flores a la tumba del padre de Joao y a orar y a rogarle que la perdonara por haberse vuelto a casar con aquel hombre, el extraño Francisco que tanto influenciaba al adolescente. Lloró en silencio y después dejó abrirse el llanto, que empapó los recuerdos y los presagios hasta que el alma pareció habérsele desfondado. No había llorado de aquel modo ni en el día en que sepultaron esos huesos.

Después, sin que nada cambiara demasiado, llegaron las navidades. La víspera de Nochebuena, Ana encontró a su marido en el dormitorio acomodando con mimo unos muestrarios de anillos de oro.

--Esta mañana te llamó ese amigo tuyo de Oporto--, le contó ella desganadamente.
--Si, ya lo sé. Más tarde volvió a llamar. Tendré que ir a verlo.
--¿A verlo hoy…hoy, la noche de Navidad…?. ¿Es que ni siquiera un día, una hora, puedes pasarte sin verlo…sin correr al norte cuando te llama…?.

El hombre terminó de guardar los anillos con mucho cuidado, en silencio, mirándola a los ojos pero desde la indiferencia, como si estuviera muy, muy lejos y no a su lado, en aquella habitación que habían compartido. De un cajón de la mesa de luz sacó un montón de dinero y terminó de vestirse para salir. Ella lo siguió hasta el comedor y algo le dijo .Sí, le pareció escucharse a sí misma reprochándole que se marchara en Navidad. Pero ella sabía de algún modo que ya todo le importaba muy poco. Lo que no llegaba a explicarse era por qué aquel afán de reprochárselo, como si aún sintiera, como si estuviese viva.
Inesperadamente, quien terció fue su hijo Joao pidiéndole que comprendiera a Francisco, justificándole su ausencia, conciliador. Si él tiene que ir a verlo a Oporto, será por algo importante, compréndelo, mamá, dijo.

Ana estaba desconcertada, oía sin enterarse muy bien de lo que le pedía Joao. Y entonces comenzó a gritarle a su hijo, perdido el control, desmadejada, golpeada por una ola de algo parecido al odio y al desprecio:
--¿Qué ha hecho contigo, ese hijo de puta…dime, qué te da, qué te dice…por qué lo quieres más a que a mí…más que a mí…--, gritaba y gritaba la mujer.

Ante la indiferencia de Joao, Ana se revolvió contra Francisco, contra la estatua fría de un Francisco que observaba la escena desde la puerta como si todo aquello no fuese para nada con él, mientras Ana seguía gritando con voz loca, airada, desesperada.
--¡Dímelo tú Francisco, dímelo, no te calles…qué le has hecho al chico, qué le has dado!--.

Pero todo fue inútil, como ya lo sospechaba la zona más secreta de su desesperación. Francisco siguió con sus extraños viajes, impertérrito, inmune a todos los ruegos y a todas las quejas. Estaba claro que ella le importaba poco. Y al final la mujer pareció aceptar lo inaceptable, decidiendo que en cuanto pasaran las fiestas se marcharía de casa. Lo haría aunque Joao se quedara, como lo sospechaba, como lo temía. Aterradoramente.

El último día de diciembre hubo una cierta especie de tregua. Se respiraba en el hogar una paz súbita y rara. Era como una convención o un juego aceptado por todos. Hasta Francisco parecía menos distante y estuvo afable con sus hijos y cariñoso con Joao, como siempre. Los chicos improvisaron una suerte de fiesta en el salón con un tocadiscos y cerveza y cava. Los padres, discretamente, se marcharon a su cuarto. Francisco más que alegre parecía bastante bebido. Con prisas comenzó a desnudar a Ana, que se dejaba hacer como en un vértigo. La tumbó sobre la cama. Con sus brazos poderosos la giró como una muñeca hasta ponerla boca abajo. Como un golpeteo frenético, se repetían los besos del hombre sobre la nuca frágil. Se montó sobre ella.

--No, no, por favor…--musitó ella lábilmente--, estoy harta de que lo hagas por…--apenas se la oía, tenía la boca apretada por la almohada--,…no, Francisco, no…siempre, siempre por atrás no…¿es que no tengo cara?…a mi marido le gustaba mirarme cuando…nos gustaba mirarnos cuando lo hacíamos…por favor…

Después de aquella escena no hubo más contactos. Pasado el año nuevo, volvieron las riñas. Y los viajes ignotos, las ausencias de Francisco se multiplicaron. Ana le reprochaba que no fuese un marido normal, como todos. Francisco le echaba en cara, cuando se dignaba responderle, su afición al casino.

Una tarde helada de fines de enero, de cielos como una blanca sábana deslucida, Francisco bajó a la oscuridad del garaje, mientras todos parecían dormitar la siesta, medio atolondrados por el frío húmedo del Tajo. Todos, excepto Ana que aquel día hacía doble turno en el trabajo. Debajo del asiento del coche lo esperaba la bolsa que había preparado. Mientras subía la escalera palpó las formas y el peso del martillo, de la maza que había comprado. Para ayudar a mi hijo mayor a tirar un tabique en su vieja casa de la Baixa, había pensado. Todos dormían. En la cocina, preparó un termo con té y limón muy caliente. Lo único que de verdad me templa es el té, decía siempre. Y bebía litros. Metió la botella en el bolso, con la maza. Salió de la casa sin hacer ruido, caminando de puntillas;… como los ladrones, pensó. Y pensó en el pesado martillo, no podía evitarlo.

Hacia el atardecer llegó al taller, en una callecita de los suburbios. Era un salón amplio y helador medio desvencijado, lleno de conos de hilos multicolores y un ruidito incesante de bielas y cuchillas. Ana se puso pálida al verlo entrar, tal su sorpresa.

--¿Qué haces aquí?--, le gritó, sorprendida por su grito un poco extemporáneo. —No habrás venido a preocuparte por mi… a traerme un tecito , ¿no? Si alguien te ve se engañaría pensando que me cuidas;…si supieran,… si supieran que te preocupas más por mi hijo jovencito que por mí, ¿porque te preocupas más por él, no es cierto, Francisco?

El hombre la miró con mal disimulado odio, mientras sentía las mil palpitaciones en que se le disparaba el corazón. Últimamente, cada vez que pensaba en ella y en lo que se veía obligado a hacer, el maldito corazón se desbocaba. Y ahora Ana no se callaba, no se callaba…qué dolor insoportable en las sienes… su voz era como un avispero reventado; zumbando, zumbando insultos, zumbando acusaciones, zumbando quejas…Todo el camino desde la casa hasta el taller se preguntaba qué estoy haciendo, qué estoy haciendo…y ahora el avispero reventado parecía la única respuesta, la respuesta deseada y tan temida.

--Y esta amable visita a tu mujercita ahora lo arregla todo, no es verdad…habrás traído el coche también, para llevarme a casa como a una señora…pues has de saber que todavía tengo mucho trabajo…mal nacido…así que puedes irte por donde has venido...puedes irte mejor a Oporto…a ver al desgraciado ese que visitas…porque no te creerás a estas alturas que soy imbécil…que no sé que eres un mariconazo, un zaraza de mierda...que te he escuchado hablando por teléfono con él…y lo peor, y lo peor, lo que no soporto, es saberlo a Joao cerca tuyo, monstruo… degenerado…

Y mientras el muy lacerado corazón de Ana seguía abriéndose en su pena y su asco, como una herida en su demorada purulencia, el hombre comenzó a acercarse lentamente hacia ella, pisó su sombra…silenciosos sus músculos a espaldas de su esposa que seguía gritándole, que había comenzado a sollozar, hipando,…silencioso el hombre de espaldas a ella que seguía cortando hilos rojos con precisos golpes de una gran tijera.

Pero hubo un silencio largo que pareció obligarla a volver la cara hacia el hombre que aguardaba. Entonces vio el fuerte brazo alzado. Y se encogió instintivamente como un caracolillo en su casita. Sintió el crujido en un punto variable sobre la frente. ¿Qué está pasando, qué me está pasando?; ¡no es cierto…no es cierto lo que está ocurriendo! Francisco parecía sonreír… pero todo esto no es cierto, no es verdadero, es un mal sueño. Y las manos se tocaron la humedad tibia que bajaba hacia sus ojos.

Se le antojaba que estaba corriendo, o trastabillando hacia la puerta, hacia un vano que se alejaba, se alejaba…y el hombre intentaba detenerla o levantarla o golpearla y le apretaba el cuello con dedos agarrotados y le desgarraba en el tirón un lóbulo, el lóbulo del pendiente de oro que le regaló Francisco cuando la conoció, y ahora este hombre que me hace daño, que me hace mucho daño, Dios mío…
Francisco izó la mano armada dos veces más y golpeó en la masa roja, en el pelo… que fuera de casi blanco oro y decaía como un revuelto sol rojo hacia la noche.

Pasado un largo instante, Francisco se revolvió hacia el cuerpo yerto. Y vio unos recipientes del taller con tinturas inflamables y roció el jersey rosa, los muslos todavía tersos, la mueca de los labios, los ojos del inmenso asombro. Y arrojó una cerilla, a tientas, no queriendo mirar lo que veía ahora que el furor se remansaba.

La policía rescató a F. con graves quemaduras, después que la caída de una viga del taller lo encerró (¿voluntaria, involuntariamente?) con Ana muerta.

Por esos días, como entre sueños, Francisco recordaría que el comisario Chaves fue a visitarlo al hospital. Que se sentó y preguntó si podía fumar, como si le importara la respuesta, y sacó de un portafolio dos recortes adheridos a las hojas de un dossier mecanografiado; eran recortes de prensa, de “Noticias”, de Lisboa. Uno, fechado a fines del verano de hacía un lustro hablaba de un cadáver encontrado en un chalé del barrio alto en la colina de Nazaré. Aunque se lo halló medio calcinado, pudo identificarse a Joao Melo, de 22, oriundo de Setúbal. Tenía el cráneo hundido. Faltaban objetos de valor del domicilio.
--¿Querías que creyéramos en los ladrones, Francisco? --.
--¿Estás allí, comisario…eres tú que has venido a verme? Has venido a salvarme…

El otro recorte tenía pocos días. Chaves lo leería, quizás; seguramente.
Narraba un incendio en una pequeña fábrica textil cerca de los suburbios de Lisboa, hacia la salida al aeropuerto. El fuego había costado la vida a Ana Henríquez, de 47, nacida en Faro. Pero lo más destacado de la nota era que la mujer no había muerto por el fuego, sino por heridas en el cráneo…
--Pero eso ya lo sabemos los dos, ¿verdad, Francisco? Y lo grave, para tú, es que esta vez hubo testigos. Sí, sí…su compañera de trabajo, María, te vio cuando iba andando hacia la fábrica desde la parada del autobús, cuando iba a reemplazar a Ana en el siguiente turno…
Chaves se habría quedado en silencio, mirando el parque por la ventana. Se habría puesto de pie como para irse, habría girado el picaporte para abrir…por el vano de la puerta entreabierta se vería el perfil del policía de guardia en el pasillo. Entonces, suspirando el comisario, el amigo, se abría sentado de nuevo…

-- Y ahora lo de siempre, ya me dirás…no entiendo por qué carajo lo hiciste, Francisco.¿Por qué la jodiste, imbécil? Después de tantos años de este lado, hermano,…aguantando y golpeando, codo a codo…contra los rojos, contra los jodidos subversivos…cuando Salazar, te acuerdas…fue duro…después contra los ladrones, contra los asesinos, contra…pero siempre de este lado, Francisco. ¿Por qué lo hiciste? Bueno, lo de tu mujer, si me apuras, puede llegar a entenderse…pero ensuciarse las manos con el afeminado ese de Nazaré…ensuciarse las manos…cuando tú y yo sabemos cuánto despreciamos siempre a esos putos de mierda…que les den bien por el culo ¡

Y en sus pesadillas de convaleciente, aterrado Francisco se preguntaría ¿estás allí, amigo Chaves, estás allí?. Despiértame, oh, Dios mío, despiértame…”

(Nota: Hasta aquí reescribo las notas manuscritas en su celda por Francisco F., por su voluntad. Firma: Reverendo Manuel Bueno, presbítero de San Judas, en la Diócesis de Lisboa)




Addenda: “Informe sobre los trastornos del sueño del Sr. F. F.”



El hombre llegó a Budapest en un vuelo de la KLM a mediodía de un jueves 20 de mayo. Venía desde América del Sur en busca del sueño.

Su viaje incesante se había iniciado hacía ya más de quince años; desde que sufriera las primeras dentelladas de una pesadilla insomne que fue como tormenta seca de granizo -sin agua y sin clímax y sin descanso cierto- salvo la evasiva y aterradora ilusión de que podría hallarlo – a ese reposo amado- detrás del póstumo, fantasmal, cruce de los laberintos del suicidio. Ilusión heroica... tan anhelada y huidiza...acto pueril, aferrado a las manos de las comadronas del miedo.

Por razones obvias, el principio –la raíz- de su infierno estuvo en Buenos Aires...y cruzó el Atlántico junto a él –como su siamés, su alter ego, su sombra maldita- cuando huyó, buscando un infinitesimal instante de reposo, hacia clínicas de Madrid y Barcelona. Y también en La Salpetriére, en París, durante un invierno y una primavera ya olvidados. Como ya era previsible, los médicos lo recibieron al principio con incredulidad, con interés más tarde y con cansancio y agobio al final de los reiterados fracasos de los tratamientos. Alguno habló de cirugía; otros de hipnosis y de yoga y dietas y radicales cambios en las rutinas de su vida ¿pero cómo podía él dejar de ser quien era, quien había sido y...específicamente, dejar de hacer lo que su profesión le requería desde los años de su juventud? ¿Cómo es posible abdicar de la identidad... acaso?

En España pasó nuevamente por fases conocidas y por algunas nuevas variables, muy evidentes aunque imperceptibles; algunas inefables aún para los propios médicos, salvo para él que conocía tan bien su mal...que era tan buen conocedor del monstruo... como era impotente para romper esa casa de cristal y sombras donde vivía su espíritu desde la primera noche en que lo arrebató el infierno.

¿Recordaba aún con nitidez la suma de los actos de aquellas primeras semanas de estupefacción, incredulidad, pavor? Resultaba difícil asegurarlo: la niebla agria de la desmemoria había comenzado a roer -ya hacía mucho- las cuerdas sutiles que estabilizan la realidad.

Había ya olvidado casi completamente -por ejemplo- la temeraria propuesta de un homeópata riojano afincado en Buenos Aires, en el Paseo Colón, cerca de la Casa Rosada, de someterlo a una arcaica droga quechua, milenariamente olvidada y reconstruida con esfuerzo sobrehumano -a partir de fórmulas evanescentes que se hundían en el polvo y en las sombras de signos tortuosos en devastados vasos cerámicos- por parte del famoso arqueólogo Antonio E. Fuentes. El doctor Fuentes había recorrido la casi totalidad de Los Andes, a alturas próximas a los 6.000 metros, viviendo la fragilidad de sus pulmones dependientes de botellas de oxígeno y de sus ojos quemados por la nieve y la brújula...para recuperar junto a momias perdidas algunas hierbas extraviadas por la Farmacopea Euro Americana para siempre. Y consiguió un elixir que, al final, sus discípulos me ofrecieron en aquella casona del Paseo Colón como si hubiese sido libación de los dioses. Pero sólo consiguieron mi vómito.

¡Estuve vomitando durante cinco días y los espasmos de mi estómago estragado me produjeron llagas en tejidos que brillaban –incandescentes- en la penumbra de las radiografías. Pero no arranqué a la mala voluntad de mi destino ni un segundo de obnubilación y sueño!

En la primavera de 1992, una tarde en que –por aburrimiento- intentaba, con más desidia que interés, imaginar los paraísos del deseo...esa rueda donde los durmientes entran y salen día tras día, noche tras noche... como entran y salen –en una rutina estúpida por su carencia de lucidez- de la carne de sus amantes fortuitos... intentaba imaginarme –digo- aquellos paraísos, mientras recordaba al unísono la emocionante tersura de los hombros de B. (aquella única muchacha que amé en el pasado, con grave peligro para mi alma)...

...Y aquella tarde de primavera meridional... ¡caí de pronto yerto al suelo de mi departamento...golpeado por un sueño postergado que se parecía mucho al coma y que llevó a los facultativos a darme casi por oficialmente muerto; si no hubiese yo súbitamente (¿pero dónde estaba mi yo en aquel éxtasis?) empezado a roncar con un mal ruido de dragón exhausto que dicen que provocaba inhumanas, inauditas, vibraciones ...acaso mortales para las personas, como la misma voz del ángel Metatrón durante la cita nocturna de Moisés en la cumbre del Sinaí!.

Durante aquella primera y misteriosa pausa de mi insomnio pude dormir –como lo certifican los estudios que siempre llevo conmigo a todas las ciudades- durante cincuenta y siete días y noches continuos. Pero esto sólo ha vuelto a ocurrirme dos veces más en mi vida.

Pero yo sólo dormía aparentemente...parecía dormir a los ojos de los otros, porque en el interior de la casa de mi alma todo era furia y desasosiego y multiplicidad de eventos que ocurrían en escenarios que nadie hubiera podido imaginar en todo el transcurso de los siglos. Y yo era uno y varios –simultáneamente- en innumerables aventuras disímiles ¿paralelas?. Me veía dormir y soñaba que dormía y me soñaba atento en las vigilias del alba en mil amaneceres de violentos colores y viento matinal y extranjero que me besaba la cara...y retornaba a soñar que imaginaba dormir al fin...y que finalmente podía soñar, como es uso en la tribu de los hombres.

¿Me veía dormir y soñaba que dormía y en vigilia me soñaba en un unísono de lugares y tiempos que violaba toda costumbre del espacio y el tiempo...?. Este es el esquema del laberinto.

Es una obviedad absoluta –me disculpo- decir que tras los largos años de mi cruel enfermedad yo ya ni siquiera desesperaba ya, más allá de los desiertos de toda desesperación; cuando una tarde ventosa de abril, cruzando la madrileña Plaza Mayor, me llamó la atención el ansia con que un mendigo hurgaba –refunfuñando- en una papelera ¿buscaba algo para leer...porque en las papeleras nadie suele arrojar comida? Misterio.

Al marcharse el desconocido con su enigmático tesoro de periódicos viejos, dejó derramada tras sí una estela de trocitos de papel multicolores bailando en el viento. Recogí uno que se me pegaba a la pernera del pantalón. Era un cuarto de página de un tabloide irlandés fechado hacía una semana. ¿Restos de la incuria de un turista negligente o de un bárbaro hooligan borracho, saliendo en la madrugada de un cercano y falsificado pub inglés que hacía esquina con el Arco de Cuchilleros?

Yo no soy supersticioso ni creo en el destino. En realidad si alguien me preguntara seriamente sobre el sentido estricto de lo que designan estas palabras “superstición” “destino”; tendría un gran problema para responder. Mi profesión –aunque radicalmente relacionada con el acecho de la verdad- no es la de filósofo ni la de lingüista, precisamente. Y perdón por la ironía. Pero acaso algo de lo que vulgarmente llaman “destino” fluía en el viento que me trajo aquel recorte, hecho como a dentelladas en un diario viejo.

Me llamó la atención un modesto titulillo a dos columnas...que prometía tanto que no parecía serio. “Médico húngaro cura el insomnio de un campesino que llevaba sin dormir desde el fin de la II Guerra Mundial”. Y más abajo añadía que el paciente, Ferencz Erzskel; aún ya curado y diríase que insólitamente feliz, seguiría encarcelado perpetuamente en una cárcel de los Montes de Pilips, purgando dos asesinatos que había cometido acuciado por un desasosiego voraz que le provocaba mutaciones monstruosas e invisibles. Yo también conocía esos riesgos, esas tentaciones del odio infinito...de modo que cuando terminé de leer, continué atónito varios minutos en medio del viento y la soledad como si hubiese visto una milagrosa epifanía del cielo, abriéndose sobre la fachada multicolor de la Casa de la Panadería...

Hablé enseguida por videoconferencia con los jefes de mi agencia, en América, y no tuve que rogar demasiado –porque algunos ya conocían mi enfermedad secreta- para conseguir una licencia sine die de mi servicio y poder marcharme a Hungría cuanto antes.

Tras un breve cambio de avión en el aeropuerto de Schiphol, el Airbus 380 de la KLM llevó al hombre hasta Budapest, donde arribó pasado ya el mediodía del jueves 20 de mayo de 2010. Volaba ese día desde Madrid, pero en realidad venía desde los límites australes del mundo en busca del sueño. Su viaje se había iniciado ya hacía más de quince años en Buenos Aires; donde había residido, prestando sus servicios imprescindibles, desde comienzo de los ’70. Viajaba sin tregua, como es fama que lo hizo, hacía más de XV siglos, Marco Flaminio Rufo, buscando beber en un río secreto, cuyas agua no otorgaran ya la inmortalidad -como en el anhelo del desesperado tribuno romano- sino la más modesta y gozosa mortalidad del sueño.

Había estado, por su profesión, ya varias veces en la bella ciudad húngara. Pero era su primera visita privada y parecía que tenía los ojos más abiertos para ver más allá de objetivos predeterminados, más allá de ideologías estrictas e inhumanas...para ver la luz conmovedora de la ciudad y el río y de sus habitantes hospitalarios, hermosos.

Curiosamente, ¡se despertó!...sintió que se despertaba mientras la nave comenzaba a bajar preparándose para el aterrizaje. Quizá se había quedado dormido sólo durante 30 o 40 segundos, a lo sumo, y pese al rugido de los reactores que frenaban, invertidos. Pero hacía años que no recibía esa bendición. Y la desconexión fugaz de sus nervios le había colmado el corazón de bienaventuranzas. Ahora estaba casi seguro –pensó sonriendo- de que en Budapest acaso podría hallar finalmente el agua absolutoria que le devolviera la gracia del sueño, por así decirlo (se avergonzó un poco por estas licencias poéticas algo cursis, lo sabía, que se tomaba cada cierto tiempo. No respondían –por cierto- ni a su carácter ni a las fuertes exigencias de autodisciplina de su profesión).

Y el brevísimo sueño había sido, obviamente, distinto a sus sueños despiertos, tan contaminados de lógica (“...todo lo pensable y racional es real y todo lo real es pensable y racional”, como soñara –sofística, ingenuamente- Hegel) pero este breve sueño había sido de aquellos de los territorios de la premonición... más bien. Era curioso como en el escenario virtual de los sueños –diurnos o nocturnos o meramente fantasmales e imaginarios- se abría un campo abonado para las intuiciones, los presentimientos, los deseos y el remordimiento.¡Si yo pudiese vivir sin remordimientos y sin esperanzas, en un puro presente inocente! (Pero este era un programa para ángeles y no para hombres –ya lo sabía- y especialmente no para hombres tan frágiles como él...).

El taxista encendió su GPS chino y lo llevó en volandas al centro del viejo Barrio Cinco de Pest atravesando el Oktogon y la avenida Andrassy Üt hasta dejarlo casi a los pies del puente Szécheny –aún con el recuerdo de los impactos de metralla nazi en su elegante esqueleto-. El hombre se apeó en la puerta de la consulta del doctor Zsolt Marai. Por dentro, el viejo palacio había sido reformado y renovado y parecía un enclave de la ciencia más vanguardista; aunque conservaba la dulce melancolía que –recordó- corona siempre toda la ciudad, desde la época imperial de Sissí, desde la época de los soviets, y aún hoy: en plena “primavera capitalista” y post-wojtyliana.

Las horas de esa primera tarde pasaron rápidamente entre entrevistas de anamnesis y exposición a flashes y luces estroboscópicas y colgado en una especie de arnés que, ora lo dejaba cabeza abajo, ora lo hacía girar como un trompo a cien vueltas por minuto en un habitáculo a presión hiperbática, como si lo estuvieran preparando para salir al espacio exterior y no para curarle la maldición de su insomnio. El doctor Marai y sus ayudantes hablaban con precisión y lentitud un inglés burilado, domado en los años perdidos del exilio en América; de modo que parecían entenderse sin dubitaciones con el extranjero recién llegado ...aunque él no comprendía a qué conducía tanto aparato y trampantojo.

Cerca de las veintiuna ya, el paciente escuchó reiterados rumores de cansancio y proyectos de marcharse a casa entre los doctores. El se atrevió entonces a comentar que si podía irse ya, tenía reservada -como siempre- una habitación en el viejo Gresham, de la Roosevelt Ter, donde lo esperaban...pero todos movieron negativamente sus cabezas y se mostraron soprendidos y le informaron que, a partir de ese momento, pasaría a residir en observación en la “Klynica Zentral Z. Marai”; donde lo cuidarían como a un príncipe... aunque le darían poco de comer –algún caldo y té, a lo sumo- porque desde ese momento debía considerarse sometido a dieta y a las órdenes y cuidados de la doctora Lázsló.

Ante semejantes preparativos pensó, con extraña vergüenza, que lo meterían en una ruidosa ambulancia para llevarlo a la ignota clínica, apenas presentida. Pero fue una berlina oscura con un chofer caballeresco y tranquilizador quien lo transportó, entre las primeras luces de la noche, hacia las inmediaciones del gran estadio budapestian, el legendario “Stadionok” de la calle Stephanios Üt, entre la tranquilidad de las sombras azules de los grandes tilos de un previsible barrio residencial.

Frente a los óvalos rojos de las pistas de entrenamiento –que acaso se verían desde su habitación de la tercera planta-, se levantaba la Clínica.

Este era – ¡por fin había llegado!- el previsible punto final de su travesía del círculo del infierno; se atrevió a soñar...como sueñan con desenfreno los niños.

Y aquella misma noche la doctora Gabriella Lázsló comenzó su terapia.

Después de desembarazarlo del poco equipaje que traía, una enfermera le indicó por señas que se pusiera el pijama y unas zapatillas de felpa. Le permitieron conservar los calcetines. Sintió el raro desasosiego que precede al pudor. Aunque comprendía que este sentimiento estaba allí fuera de lugar. Y así, someramente vestido, cenó temprano en su cuarto un caldo de verduras, acaso demasiado especiado. Pero la paprika es omnipresente en la dieta de los magyares. A las diez y media, otra enfermera vino a buscarlo. Cruzaron, en silencio, larguísimos corredores en sombras. Subieron un par de plantas por una escalera con los peldaños desgastados pero brillantes por la cera de abejas. El hombre sintió un estremecimiento de frío o, tal vez, de miedo.

Gabriella Lázsló tendría unos 35 años de edad. Era espigada y pálida como casi todas las mujeres en aquella tierra. Sus rasgos regulares no carecían de dulzura. El color de su pelo era el del bronce viejo.

El paciente la saludó en inglés...pero ella respondió al saludo con una frase en italiano. Enseguida se excusó diciendo, más o menos, que aunque pareciera extraño en esta época, ella no hablaba inglés. Sólo hablo italiano y alemán...y húngaro, naturalmente; dijo con cortesía. Estudié en Heidelberg. Y, desde 1995, paso siempre mis vacaciones de verano en el Lido de Camaiore, una playita cerca de los montes de mármol de Carrara. El hombre no supo qué responder. Se excusó a su vez por su ignorancia del alemán y dijo a la mujer que chapurreaba un poco el italiano y podría entenderla...porque lo había oído de niño en casa de su abuela inmigrante, huída de Palermo en algún momento de la Gran Guerra. El no pudo entender muy bien por qué aquella información sobre los idiomas cruzados, los códigos inadecuados, le produjo cierta angustia y pesimismo. Aquello, seguramente, no tendría nada que ver con su tratamiento.

Después de leer con interminable detenimiento el informe del doctor Marai –leía y levantaba la vista y lo miraba durante largos segundos con sus interrogadores ojos grises- la médica llamó a otra enfermera y –entre ambas- procedieron a quitarle la chaqueta del pijama y su camiseta. Le cubrieron el pecho y la espalda con un líquido que parecía vaselina semilíquida pero que secaba rápidamente. Así, le implantaron incontables electrodos que se quedaban instantáneamente pegados en aquel menjunje. Después le dieron unas pinceladas de lo mismo en el cuello y la nuca, en la frente, en los pómulos, en las muñecas, en los tobillos. Y otros muchos electrodos se le adhirieron al cuerpo como sanguijuelas. También le ciñeron al pecho unas bandas de goma que tenían algunas placas metálicas fijadas a intervalos regulares. Estos sensores electrónicos incrementaron su miedo. Le evocaban angustiosos recuerdos acerca de objetos similares, vibrando eléctricos, que él no supo distinguir si él mismo manipulaba en una escena que había vivido... o soñado. Después, le implantaron otros terminales de un electrocardiógrafo permanente. Y en el antebrazo izquierdo le ciñeron otra banda elástica. “Esté tranquilo...es un holter” creyó él entender -sin entender- que le explicaba ella. Y una aguja hipodérmica le entró por una arteria para medir los niveles de oxígeno en su sangre. Y una sonda uretral lo ayudaría en su inmovilidad.

Intentando distraerse miró hacia la calle por una ventana cercana. Estaban encendidas las farolas y, al otro lado de la calle, estaban iluminadas más intensamente las pistas de entrenamiento del Stadionok de la calle Stephanios. Un gran óvalo rojo -con andariveles nítidamente marcados en blanco- brillaba en la noche. Por ese camino infinito corrían rápidamente sombras de hombres y mujeres que entrenaban carreras y saltos. Le extrañó que hicieran aquello a una hora tan avanzada de la noche. Acaso era costumbre de los deportistas del país. Pensó que preguntar sobre este tema relajaría un poco la tensión silenciosa que había en la habitación donde lo preparaban. Pero no supo organizar una frase en italiano que pareciera suficientemente buena para interrogar a la extraña sobre todo aquello. Además, la doctora ya no lo miraba sino que charlaba animadamente en su enigmático y rápido idioma -ininteligible para él- con la enfermera. Como si ellas supieran lo que él pensaba, un momento después bajaron las persianas que cerraban las ventanas herméticamente. Y los cristales eran dobles y los aislaban de todo sonido exterior. La última imagen lejana que creyó ver –antes del encierro- era la de alguien que hurgaba en las papeleras de la acera que rodeaba al estadio, tal como lo hacía el mendigo de la Plaza Mayor de Madrid. La enfermera expresó una frase más corta y con una leve reverencia se marchó. Quedaron solos bajo una blanca luz cenital.

Mientras le sonreía con dulzura, como para aplacarlo, la mujer le explicó con frases entrecortadas y mímicas que le inyectaría un somnífero. El hombre intentó, sin éxito apreciable, hacerle entender que no existía en el mundo un somnífero que hubiese logrado dormirlo. Pero ella nada pareció comprender, detrás del misterio de su sonrisa.

Asiéndole la mano lo hizo poner de pie. Le hizo señas de que no se enredara con tantos cables ni los pisara. Lo dirigió hasta la cama cercana, que ya lo esperaba, abierta. Lo hizo recostar muy lentamente. Para que no doblara el cuello, le aguantó el peso de la nuca y la cabeza con sus manos tibias. Hacía tantos años que él no sentía el contacto de otra piel, que la suavidad de la carne de la doctora Lázsló lo estremeció como una electrocución. Rogó al dios en quien no creía que ella no se hubiese dado cuenta. Le hubiese dado una insoportable vergüenza. Se sentía vulnerable y frágil en manos de la extraña.

Había logrado entender que –tras inyectarle el inútil somnífero- ella pasaría a una pequeña habitación contigua desde donde velaría, controlando los aparatos que harían la ‘polisomnografía’. A través de un espejo, opaco hacia la habitación del hombre, la doctora László ya estaría mirándolo.

Siento que me mira...y aunque me mira como a un enfermo, como a una cosa ¿tal vez como a un monstruo?...ella será la primera persona que vele mi sueño en toda mi vida...la primera mujer que me observe cuando entre en el sueño -¿entraré yo en esa absolución?-...Dios mío, deseo tanto que el somnífero me duerma, para descansar, para que ella me vea dormir, puerilizado como si fuera inocente por única vez en toda mi historia. Siento que he blasfemado. Mi madre me decía –curioso este recuerdo olvidado- “No tomes el santo nombre en vano”. Y se que si ahora estoy orando estoy orando a la indiferencia de las estrellas, a la indiferencia del mar que bate sin tregua, a la indiferencia de mi muerta piedad por los otros.

¡Y ahora pido piedad... sabiendo que no la merezco! Pero acaso pueda ser posible...mientras duermo...mientras agonizo, mientras sus manos pulsan los artificios que interrogan el secreto de mi condena, mientras...

Pero, cuando sonó la alarma del electrocardiógrafo ya el hombre no pudo sentirla, porque estaba cayendo en el abismo del sueño y aún más allá. La médica húngara llamó por teléfono, gritó órdenes en mitad de la noche, se precipitó hacia la habitación donde el hombre estaba perdiendo la conciencia. Un error quedaba descartado. La dosis había sido mínima y todo estaba probado y protocolizado por el doctor Marai.

Ágil como era, la joven Gabriella Lázsló saltó sobre la cama del paciente desconocido, lo montó a horcajadas para aumentar la fuerza de sus brazos con el peso de su cuerpo y comenzó a darle un masaje cardíaco desesperado, mientras sentía la sal de sus lágrimas bajándole por el rostro. El desconocido no respondía al estímulo rítmico de sus manos...pero parecía -sin embargo-relajarse más y más y distenderse sus facciones como cuando los durmientes, en todas las noches del mundo, se abandonan dulcemente a la bondad del sueño, cierran su libro en la página exacta, que marcan con una señal inequívoca, y apagan la luz de la mesilla y cierran los párpados sobre pupilas dilatándose y que ya avizoran simulacros del anhelado paraíso…del ineluctable fuego.

© carlosmamonde














viernes, 5 de agosto de 2011

jueves, 28 de julio de 2011

¿Quién habla de “Esa Historia”…de esa cosa enclaustrada sin aire?
Para M. Y., con mi amistad siempre.


Yo soy Bruno Saper. Yo soy médico…o lo fui alguna vez ¿qué más da ya todo, ahora? después de tanto tiempo. ¿Llegué a ser médico, realmente,…entre tanta muerte…No recuerdo ahora con precisión este detalle. No recuerdo si tuve tiempo para llegar a serlo.
“Creo” –debo decir, entonces- que fui médico u odontólogo (¿o era especialista en Otorrinolaringología…como Wilhelm Fliess?) por lo menos eso creo que ponían las aún grabadas y borrosas palabras en una plaquita de bronce junto al portal donde viví...donde vivíamos entonces –y tanto tiempo juntos, demasiado- con Inés (¿o era Isabel su nombre? a medida que entro en el crepúsculo de los ancianos y la mezquina sangre se retira de mi cerebro, como se retiran las olas cuando baja la marea, la memoria se vuelve un hilo de agua y se aniquila, se derrumba como un cuerpo al que le han vaciado de sus huesos). Decía que combatir la sordera ayuda a los niños y a los tartamudos y a los extranjeros, los extraños que viven más allá de lo pronunciable, a entender nuestra rara lengua, comprender nuestros secretos y nuestros símbolos. Ahora veo que en realidad yo fui un contrabandista y un traidor. Entre las dos bandas del río, la banda del silencio eterno, la banda del ruido sin sentido, yo llevaba y traía a personas inocentes, a quienes creía que -de algún modo- salvaba pero a quienes en realidad traicionaba derivándolas del ensueño a la mentira, de la certeza a la leyenda, de la luz de sus dioses a la posibilidad de decir palabras de la lógica, palabras que nunca fueron más allá de un simulacro, como caminar en el aire, como soñar que se vence a la muerte o se vence al destino personal…cuando el destino había sido para muchos el confortable silencio, aquel paraje donde las preguntas no alcanzan a conmovernos con sus espantosas inquietudes; donde no llega –a través del lenguaje- la violencia de los genocidios.
Aprovecho para anotar estas líneas en mi agenda antes de que el sueño o la incipiente demencia vuelvan a voltearme en sus nocturnos sueños, vuelvan a arrastrarme hacia el espacio obsesivo donde las sombras no cesan de preguntar la misma pregunta sin sentido ¿Qué es “Esa Historia”? ¿Qué es “sagrado”? ¿Qué es venganza? ¿Qué significa “un atajo invisible hacia el sentido de “Esa Historia”?. ¿Quién y para qué me ha enviado este cuaderno con fragmentos manuscritos…y el título con letra temblona y casi infantil: “Esa Historia”? ¿Quieren decirme algo? ¿Advertirme…acusarme? Y siempre hablando de una extraña guerra. Incesante. Repetitiva. Obsesa.
En cada país del mundo, la constante repetición de las sangres bruñidas por el pánico….los ritos infinitos.
¿Quién sino un dios degradado puede aún torturarme sin tregua preguntándome y preguntándome y preguntándome cuál es el sentido de toda esa violencia arrancando cada día de cuajo? ¿Sentido de qué cosa, de qué temporalidad, de que extraños acontecimientos como los mismos de mi vida y sus reflejos en el sueño? Soy una masa de nervios y de miedo que respira por un agujero…por otro defeca…por los que simulan ojos creo que veo aquello que no entiendo, por el agujero de la boca aúllo como los perros extraviados…y la obsesiva pregunta sobre qué sea “Esa Historia”, cuál sea el rumbo, la deriva…vuelve en el oleaje de la alucinación o el sueño ¿Qué manos de asesino manipulan mi sueño, mis recuerdos de Isabel, mis recuerdos del lejano Ushuaia? ¿O era en Trelew? Y mientras vuelvo a soñar tengo plena conciencia de que -una vez más- nadie escucha mis ruegos, nadie detiene el devenir, nadie puede traerme una tregua…una tregua como una lluvia que me lave de todo lo mal hecho; que lave el estruendo del mundo.
Y entonces, huérfano de auxilio, cierro los ojos y recuerdo, el cielo rosa, el ambiguo crepúsculo…
…sólo recordaba el cielo rosa del crepúsculo en la casa de la montaña, no conseguía recordar el dialogo, algunas palabras sueltas venían y danzaban, en la cabeza y en vano trataba de armar algo coherente pero el puzzle de palabras se empecinaba entre las nubes rosa del atardecer en la casa de la montaña, después se abrió la puerta y de nuevo la misma pregunta, nunca una distinta. Siempre la misma: ¿Qué es “Esa Historia”?...
Había oído hacia algunos años en una clase de idiomas una palabra que le sonaba, quizás una homonimia, pero era imposible en estos momentos recordar los ojos negros de Isabel mirándolo tras el humo del café y el eterno cigarrillo que le manchaba la cara interna de los dedos, habían sido felices, o eso creía, en la habitación de aquel hotel (¿se llamaba “Saussure Petit Hotel”…o el “Hotel del Abismo”?) cuando se dejaban resbalar en el placer sobre el sudor de las pieles en la penumbra cálida del cuarto de hotel en Rawson donde los alojaron sintiendo el frío del miedo como agujas clavándosele en las suelas de los mocasines, los trataban casi con cortesía, nada de gritos ni insultos, sólo la pregunta: ¿Qué es ‘“Esa Historia”’? Y el miedo golpeando la boca del estomago y el frío de algún líquido corriendo por la garganta sentados frente a frente a la mesa en la terracita que cada tarde comparten con otros parroquianos extranjeros, pero no como ellos, extranjeros si, pero con otras preocupaciones y ocupaciones, con otros pensamientos: con otra opacidad y otra hosquedad. ¿Cuando comenzarán a preguntar: Qué es “Esa Historia”? Y de nuevo los ojos oscuros de Isabel queriendo querer saber si quiero quererla rescatándome de los brazos que a veces me aprietan el tórax para sentarme otra vez en la silla frente a la potente luz del reflector de sus ojos encendidos esperando una respuesta mía como si me quedase algo de mí es ese momento en que no soy más que un arrebujo sucio de babas que no puede por que no sabe dar respuesta a la eterna pregunta que machaca treinta mil muertas veces dentro de la cabeza que no sabe y sigue sin responder, y en tanto ella/ellos esperando pacientes ante la zancadilla de cualquier balbuceo. ¿Qué es “Esa Historia”?
Quién la había pronunciado, dónde la había escuchado, algo levemente recordaba pero era como descifrar signos en un damero desconocido, como buscar un objeto oscuro, anónimo en la propia oscuridad, y sintió como la puerta se cerraba si bien todo se inundaba de luz en ese nimio instante entre apertura y cierre aunque el cuerpo antes alerta ahora estaba como suspendido en ese vacío viscoso de la penumbra. Y el recomenzar con la trillada pregunta: ¿Qué es “Esa Historia”?

--A ver…el nuevo…el nuevo ingreso en este lugar oscuro. ¿Nombre…nombre? Rápido, rápido… ¡Responde, es una orden…habla, pedazo de mierda!
Ya me parecías el nuevo, por la cara que pones. Esto es como todo –no tengas miedo, colabora con el programa- que al final es aburrido por eso rotamos tanto; imagínate que todo esto es como las imaginaciones del deseo con la desconocida esa que ves pasar y te parece inalcanzable pero después la conoces hablas con ella te sonríe. Viene el juego de la seducción, el deseo que te desguaza y te unes a ella –tal vez- y al cabo de cierto tiempo cuando la desconocida te llama, cuando el deseo rebota y te reclama sin postergación… a eso me refiero, es como si te llevaran al matadero de la desesperanza. Difícil describir aquello –danzar muy apretado al dolor que simula la angustia de la muerte- que no se conoce con lo que jamás hubo contacto, un color, una sombra, la sombra de algún alguien, un sentimiento que no se tiene y sin embargo esperan (si… porque esperan siempre tu grito y tu sometimiento) de uno una respuesta que satisfaga sus ansias que no son sólo ansias sino miedo, si el miedo disfrazado de verde o caqui, pero miedo al fracaso, a la herido de lo inexpresable…en lo intangible… como son las palabras, fantasmas que chapotean en el aire sucio. Palabras… esas cosas que significan cosas pero no se pueden tocar, ni morder… pero si callar. Lo primero que te quitan son las palabras para que no te reconozcas en tus propias ideas con el lenguaje perdido, después la cosa es más fácil porque te das cuenta que a fuerza de repetir acabas moldeándoles algo dentro para acomodar lo que los otros precisan acomodarles para no quedar mal parados con los otros de quienes dependen y que esperan respuestas. Siempre es el miedo a perder algo, algo que te hicieron creer que tenías cuando en realidad no eres más que un montón de ideas que se sustentan en palabras que tu cuerpo transporta por allí, tan ufano, tan ligerito a veces, pero esto solamente sucede cuando no piensas…o como cuando recuerdas como era la vida antes de la asfixia. ¿Viste cómo te hablo y te comprendo…dice el Otro? Aunque no lo creas yo estudié, tengo una cultura pero de vez en cuando la vida te lleva y la maquina no perdona te asfixia te escruta, te corroe y quieres salir pero no hay puerta, la formación católica, el sueldo escaso, apostólica, la maquina te aprieta, y romana, el reencuentro con aquel sacerdote que hoy es el capellán, el reencuentro con el compañero del colegio militar, que es el mismo y es un desconocido, la maquina te escruta, te da vueltas, te entretiene, te convence de aquello que no te convence pero es la máquina quien piensa el enemigo es el otro, el diferente, la maquina te adiestra sin gritos, con paciencia, casi paternalmente, casi con ternura mientras te alarga las primeras complicidades que son las primeros pagos de lo sin vuelta, y eres el sumergido pero emergente que la maquina saca a flote, y cada vez menos palabras menos cuestionamientos, eres un tipo de probada confianza en las probanzas de la sangre, fiel, obediente, si, obediente si le debes respeto a la jerarquía del compañero, al camarada en esta guerra nocturna que no es sino parte del mismo dentado del engranaje de la máquina y otro trabajito, ¿Que es ‘“Esa Historia”? ¿Donde estuviste anoche? A veces mi mujer, sabes, me espera con la cena y después, todavía levantada, el nene no paraba de llorar, seguro que tenía fiebre, y el reproche pagado con la culpa, la máquina paga, yo beso a mi mujer en un simulacro de ternura…pero la máquina te tiene dentro del engranaje, y quieres salirte alguna vez haciéndote alguna pregunta tibia, pero la respuesta ya te la puso en la cabeza la máquina. Y las preguntas en el aquí y el ahora y también en el después. ¿Qué es ‘“Esa Historia”?

La máquina
Porque la máquina es también palabras, palabras sueltas, en sermón, en discurso, huecas, vacías, palabras asentadas en un entramado de legalidad de lodo pero que viene al caso en el espacio tiempo para que valgan para que sirvan a quienes de ellas se sirven para que todos entiendan de qué se habla de que no se debe hablar, esto se hace esto no se hace: cuál es el significado de todo? Y a propósito que es ‘“Esa Historia”?, si el caso es que casi me suena pero no consigo saber de dónde ni por qué me suena, tal vez la dijo ese judío sefardí que vendía no se qué en un tenderete de una calleja de Córdoba. Si tal vez fue él que me miró con ojos de catarata pero con brillo vivo para venderme (¿un atajo a?) ‘“Esa Historia”’, una ¿towards?’, una ‘torá’, una tolva una toalla, una tralla, o metralla, una toga, una tregua como ilusión en forma de objeto, y descansar por fin. Pero está lo oscuro que hoy no consigo recordar y que parece que debería por que se empeñan en que dé una respuesta para conjurar al miedo que en todos producen las palabras. ¿Por qué ese empeño en venderme una “Torá”…cómo pudo ver las entretelas de mi alma?

Nunca comprenderé por qué me persiguen palabras y sueños que no reconozco mías. Yo soy en realidad un hombre que huye o un hombre que busca (¿acaso no es lo mismo?) un hombre que ejecuta la justicia. Un rutinario asesino, que jamás vacila, la mayoría de las veces. Y además yo sé perfectamente qué significa “Esa Historia” y dónde se halla en este laberinto. Incluso conozco la calle donde se oculta ese sórdido barcito de mala muerte, en el suroeste de Buenos Aires. Porque “Esa Historia” es el rimbombante nombre de un agujero donde –esta noche- me espera mi muerte…o acaso una nueva postergación; y sólo muera mi desconocida enemiga. Esta noche iré allí, exactamente a medianoche, y buscaré a quien se oculta bajo el falso nombre de “Isabel” (otras veces gusta llamarse”Inés”) y - si todo va bien y logro identificarla- ya podré informar al Rabino…o incluso matarla allí mismo y huir rápidamente, antes de que nadie pueda fijarse en mí y tal vez reconocerme.
He viajado desde el otro lado del mundo para cumplir esta tarea. Y –si no fuera una insultante frivolidad- hasta diría que me siento casi feliz porque sólo faltan pocas horas para entrar en la sordidez de “Esa Historia” y enfrentarme a lo decisivo. Debo ser, como siempre, eficaz y veloz. Mucha gente ha corrido riesgos –e incluso algunos han perdido la vida- para encontrar ese detestable burdel y desenmascarar la falsa personalidad de la mujer que buscamos.
…cuando comenzarán a preguntar? ¿Qué es ‘“Esa Historia”? Y de nuevo los ojos oscuros de Isabel queriendo querer saber si quiero quererla rescatándome de los brazos que a veces me jalan por los sobacos para sentarme otra vez en la silla frente a la potente luz del reflector de sus ojos encendidos esperando una respuesta mía como si me quedase algo de mí es ese momento en que no soy más que un arrebujo sucio de babas que no puede por que no sabe dar respuesta a la eterna pregunta que machaca treinta mil muertas veces dentro de la cabeza que no sabe y sigue sin responder, y en tanto ella/ellos esperando pacientes ante la zancadilla de cualquier balbuceo. ¿Qué es ‘“Esa Historia”?

El vuelo de la compañía checoslovaca en que llegué a Buenos Aires fue una verdadera pesadilla…más de treinta horas dando vueltas como un imbécil de aeropuerto en aeropuerto para no dejar pistas, para cambiar mi identidad frontera tras frontera…demasiado tiempo, en fin, para mal dormir y mal comer. Pero las órdenes que me filtraban desde el entorno del rabí fueron inapelables y claras. Toda aquella ceremonia de la confusión se les antojaba imprescindible. Aunque el único que sufriera las consecuencias en su propia carne fuera yo mismo.
Arribamos al Plata durante un amanecer de otoño y alcancé a ver, bajo las acostumbradas nubes y nieblas, la panza plomiza del gran río; como el largo cadáver de un pez de fantasía que hubiera venido a desangrarse y morir entre estas praderas infinitas. Como siempre que lo sobrevuelo, no puedo evitar recordar y visualizar –es un recuerdo imaginario, pero intenso- el cadáver oxidado, sin aire, del “Graff Spee” que está encallado en el lodo o cabecea en la corriente sucia desde un aciago día de esa guerra. Me duele esta deflagración de la memoria como si yo mismo hubiese navegado y hecho nuestra guerra entre aquel acero, que nuestro capitán prefirió hundir antes de que cayera en manos de los ingleses que nos perseguían día y noche. Aquel diciembre, los dedos del Reich casi llegaron a tocar las pampas; como una mano victoriosa y aún no vencida.
Aunque ya estaba prohibido por la cercanía del aterrizaje, me quité el cinturón y me escabullí a mear en el baño. Una torpe maniobra –lo sé- para salir de la fascinante alucinación que subía –y me arrastraba- desde la desmesura de aquel río.
Así, hace cuarenta y ocho horas y llamándome ahora Lucas Asternaza, según otra documentación falsa, entré en Buenos Aires y desde el aeropuerto hasta la ciudad –estaba casi exhausto- todo pasó en un segundo porque creo que me dormí o casi me desmayé. La voz del taxista que me urgía me despertó de mala manera en una calleja entre el Paseo Colón y las viejas dársenas (un área donde en el pasado llegaba el ferrocarril y millones de animales inocentes entraban en el degolladero de los frigoríficos…siempre me fascinó Buenos Aires porque entre sus calles húmedas y tristes siempre se mató a escala industrial). Y todo, aunque profundamente diverso, no dejaba de parecerme familiar. Una calle semejaba Hamburgo, otra un suburbio de Dresde.
Mi padre solía contarme siempre algo parecido; aunque él había llegado como refugiado a bordo de un vapor panameño, junto con otros ex oficiales de la ‘Werthmacht’ y algún indisimulable piojo de las SS; aterrado por primera vez en su vida ante la mirada de un aduanero aindiado que lo interrogaba en español. Todos sabían que la eficaz Odessa había confiado sus nuevas vidas en manos de aquel leal general germanófilo que dictaba una subespecie de “orden criollo”; pero no podían evitar la desconocida emoción del miedo que los todopoderosos sufren en el vértigo de su caída.
…que es ‘“Esa Historia”?, si el caso es que casi me suena pero no consigo saber de dónde ni por qué me suena, tal vez la dijo ese judío sefardí que vendía no se qué en un tenderete de una calleja de Córdoba. Si tal vez fue él que me miró con ojos de catarata pero con brillo vivo para venderme un ‘“Esa Historia”’, una ‘towards’, una ‘torá’, una tolva una toalla, una tralla, o metralla, una toga, una tregua como ilusión en forma de objeto, y descansar por fin. Pero está lo oscuro que hoy no consigo recordar y que parece que debería por que se empeñan en que dé una respuesta para conjurar al miedo que en todos producen las palabras…

Entre los huesos del Graff Spee retumbarán siempre los aullidos de los desesperados…las palabras cegadas de las notas nerviosas en los fragmentos de papeles, hilillos podridos del lenguaje, entre los cueros de las bitácoras muertas. Y en aquella lista del infierno está también el apellido von Sapper. ¿Quién es este von Sapper?...es acaso el abuelo…otro hombre diverso…es acaso el nombre que tuviera un muchacho esforzado que va quemándose como una candela entre el dolor de otra guerra
O es el nombre de un cómplice ¿es un nombre falso? Como que coincide exactamente con el apellido von Sapper que Isabel Schwartz adoptó la noche en que se cambió de nombre –y de raza y de alma- para pasarse a colaborar con el enemigo…y traicionar su sangre, traicionar el recuerdo de nuestro amor, traicionar su familia –formada en torno a Bruno Schwartz- traicionar la pureza de la luz…todo al impulso del miedo –o acaso del valor- de aquel que reniega, de aquel que no acepta el tajo del destino, de aquella que escupe a la cara de los ángeles y cae…¿acaso no es también como un alto destino el de una mujer en solitario, que de pronto gira su rostro y abraza al demonio?

Lo que restaba hacer era ordenar los papeles y cada una de las fichas color sepia con los nombres de cada uno de los tripulante de aquella embarcación hundida; y que por insignificantes que fueran no menos importantes ya que en ellos constaban los rangos y jerarquías y los puestos que ocupaba la tripulación, y allí estaba marcado en rojo con un grueso lápiz de aceite un solo nombre: “Max von Sapper, nacido en Hamburgo, teniente de navío y contramaestre ”.

(Borrador para una usurpación)
Me llamo Lucas Asternaza.
Nací de padres honestos en Ischilín, uno de los más humildes recodos de esa patria: mi padre era fabricante de aceite de sebo (de gatos, de perros, de muertos anónimos) y mí madre cuidaba un pequeño cuartito, a la sombra de la iglesia del pueblo, donde se ocupaba de los no deseados. En la infancia me inculcaron buenos hábitos: no solamente ayudaba a mi padre a cazar pequeñas bestias para su industria, sino que con frecuencia era empleado por mi madre para eliminar los restos de su trabajo...
¿Puede pensarse que mi destino podría calificarse de cruel? Tal vez…pero a lo largo de mi vida he tenido noticias de otras vidas...
...estas breves líneas ilustrarán lo que quiero contar:
1. Un gringo melancólico, que criaba abejas, sabía que una picadura de esos bichos puede provocar un shock mortal. Y le decía siempre a su mujer: “yo me mato”, porque no encontraba el gusto de vivir ni en su casa ni con su oficio. Cuando murió, inmediatamente después de una picadura de abeja, un 8 de diciembre, su mujer, interrogada, declaró que aquello había sido un suicidio. Pero el juez de instrucción archivó el caso porque eso era indemostrable.
2. Un poeta de la cercana Villa Quilino, que escribía poesías sin sentido, se suicidó con gas para dar a sus poesías un sentido dramático global; aunque postrero. Pero en la denuncia hecha en la comisaría se constata que sólo había dejado el gas abierto por distracción.
3.Un plomero –por necesidad; ya que estaba desempleado del ex Ferrocarril Belgrano- con un fuerte agotamiento nervioso se tiró al canal de Sauce Punco con unos tubos atados al cogote, con un peso exacto de 33 kilos.
4. Un domador del Circo que solía parar en la explanada de la estación abandonada de Dean Funes, cansado de la vida ambulante, entró una tarde en la jaula de los tigres disfrazado de mono. Los tigres no eran feroces, pero, al no reconocerlo, lo mataron. El caso fue registrado como suicidio.
5.Un primo mío de Jesús María; sepulturero -todavía joven pero enfermo- se hizo enterrar en mil novecientos setenta y seis ocupando el lugar de un muerto, introduciéndose sin que nadie lo viera en un ataúd antes de que éste fuese cerrado. El muerto, en cambio, fue encontrado después de una semana en su casa, debajo de la cama.
Y etcétera.
Pero aún mucho más inhumano que el destino es el presentimiento:
Yo, por ejemplo, soñé con un día dulce y soleado en las sierras de Córdoba. Pronto – me dije en el sueño- sonarán las campanas de la iglesita lugareña, porque hoy es domingo. Entre los maizales, a la orilla del arroyo, dos chicos han hallado un caminito por el que nunca habían pasado. En los pueblitos cercanos brillaba la mañana como diamante en las sábanas puestas a secar. Los hombres oreaban el vino para el mediodía y las mujeres preparaban tortillas crujientes y enloquecedoras. Los pibes jugaban a la rayuela a la sombra de un sauce. Todo el sueño era la feliz mañana de un día terrible…porque aquella tarde, detrás de la iglesia abandonada de los jesuitas, un niño será asesinado por un hombre feliz; que habita en mi sueño.

Caminando por El Bajo
Datos y mas datos, que había recopilado y ordenado; y ahora en Buenos Aires llamándome Lucas Asternaza , así de simple, como diría el contramaestre, y caminando solo por una calleja entre Paseo Colón y Balcarce, evitando el miedo, recuperando la nostalgia, los aromas húmedos de cada rincón de ese callejón donde debería encontrar la vieja joyería del orfebre mayor: el propio Rabino; y aunque fuese lo único por hacer ese día sabía muy bien que la desconfianza seria el primer obstáculo con el que me enfrentaría después de entrar en el pequeño local, con mi carpeta con los datos y mas datos de aquellos hombres, y los posibles rastros que tal vez me llevarían a un pueblo olvidado de Entre Ríos o a las sierras de Córdoba, pero eso aún no lo sabíamos, ni él, ni yo, y tampoco “Isabel”.

¿...y no era acaso “Esa Historia”, el otro dato que me faltaba?


Mientras cruzo la neblina, el frío, el mal olor del cercano Riachuelo…yendo , yendo, yendo siempre hacia “Esa Historia” y hacia el momento de su muerte –o de la mía- pienso en ella de una manera absoluta: Isabel tendría entonces unos diecisiete años…aunque hoy eso nada significa…pero en la década de los treinta era ya la edad de una mujer…y yo - con casi veinte ya- estaba terminando el ‘Gymnasium’, en aquellos mitológicos años de la República de ‘Weimar’, cuando el Tiempo del Hombre parecía infinito y el sonido de los bosques de la madre Alemania sonaba a requiebros de ‘Ludwig van ‘Beethoven y no al gruñido del cerdo ‘Adolf, osando en la materia más profunda de nuestro ser…y mi padre era aún ‘Herrenführer’ en la policía de Berlín –aunque llegaría por su talento al dorado ascenso a ‘Oberführer’, antes de la guerra-….e Isabel no se llamaba Isabel, pero le gustaba ese nombre familiar que ella llamaba “mi nombre latino” y lo prefería frente al altisonante Fraulein Lisbeth ‘Magdalena Schwartz, con toda la eufónica música del tintineo de billones de monedas imaginarias que componían la incalculable fortuna de su abuelo B. Schwartz, -único socio judío de las portentosas acerías que habían estado, desde siempre, en las pálidas manos arias de la apolillada nobleza de Pforzheim…

[...el sueño recomienza siempre con un breve viaje mágico hacia el antiguo teatro del balneario de Suderode, donde –con el patrocinio económico de su abuela- se representa” Guillermo Tell”...y Lisbeth/ Isabel Schwartz. entra en un cuarto, mi cuarto, ya vestida para salir. (Vivíamos, ambas familias, en aquella zona al norte de Kuntzsstrasse , junto al laguito artificial que yo una mañana futura vería cegado de cadáveres. Vivíamos tan cerca que habíamos jugado juntos desde niños e incluso ella, a veces, me llamaba “hermano”)…en el sueño la ciñe un bellísimo vestido de sedas y bordados, con el escote ‘palabra de honor’ que tan sensual la inviste. Su color es el azul pálido. A veces, -en sueños de otras noches- un rutilante rojo. Su cabello, oscuro y pesado, ceñido en una trenza única ‘alla ‘radice italiana’...que descansa en sus hombros, del color de la luna llena.
Lleva una sola joya: el pendiente de una perla, ovalada y tibia y montada al aire en oro, que fuera de mi madre.
-Hermano (¿)...date prisa; ya herr Rostow nos espera- dice I.-.
Y verla aguardándome me pone más nervioso aún y no atino a abotonarme ni la chaqueta ni el chaleco. Ella se acerca a escasos centímetros de mi pecho. Siento su aliento en mis mejillas. Sus dedos ágiles me rescatan de la torpeza. Sentirla tan cerca exalta la ternura. Me reflejo en el acecho de sus ojos. La beso, ansioso, en la palma de la mano. Ella me responde buscándome la boca.
--¡Tu padre nos reñirá si llegamos tarde...!-- dice, ya enlazándome en el juego de masacre.
En este punto el sueño reproduce -a veces- todo el drama de ‘Schiller que escuchamos y vimos durante aquella velada. Otras noches, hay sólo una violenta elipse y en un fugaz segundo todo el drama ha terminado y, emocionados, aplaudimos de pie. Al levantarnos, veo nuestros reflejos, un instante, en un angosto espejo que cierra un lateral del palco. Diría que ambos, en la repetida noche del sueño, tenemos entre veintiocho y treinta años de edad. Isabel está feliz y ríe y el mundo se ilumina con el rubor de sus mejillas
Y ella se cuelga de mi brazo y así salimos del teatro, con los corazones al unísono.
--¡No esperemos a R. (el chofer de su madre)- grita-...tardará un siglo llevando a toda la familia, viaje tras viaje. Corre, corre Ludwig...que alcanzaremos los primeros aquel coche de alquiler!.
Indicamos al chofer un atajo por detrás del lago y entramos en la casa solitaria cuando los demás estarán aún en el cotorreo del ‘foyer’ Por absoluta prudencia no enciendo más que las luces imprescindibles. En este exacto momento del sueño hay un nudo de angustia: miro el rostro de Isabel... como si la viese por primera vez y descubro, alterado, el énfasis de nuestro parecido.
¡ Un observador objetivo podría decir que somos hermanos.. y más aún: jurar que somos mellizos...gemelos!.
Creo que es en el vestíbulo donde ya nos quitamos los abrigos. Ella sube la escalera como si volase, adelantándoseme. Cuando llego a nuestra planta, paso raudo frente a los dormitorios de mis dos hermanos, y voy directamente a su cuarto; urgido. Allí no hay nadie. Hay un momento de cruel confusión en que nada es comprensible en la penumbra. La llamo dando voces, aunque creo que susurro “sottovoce”. Sin saber muy bien qué hacer me encamino a mi dormitorio. Isabel ha desaparecido.
Junto a la luz que, desde el parque, entra por la ventana de mi cuarto...está ella de pie. Tiene ya el cabello suelto y sólo la cubre una camisa blanca. Veo la agitación en sus pechos pequeños.
-¡Ludwig...- musita ella- ...ya ves que somos uno...idéntica persona. Lo que hay dentro de ti es la materia de mi propia carne...siento que ya todo es lo mismo!.Y entonces I. besa y muerde los labios de mi sombra y yo la beso en el cuello y la desnudo y acaricio su fragancia hasta llegar al feliz llanto... y la hecatombe. Y despierto escindido. Y blasfemo y odio la vida… ¡odio que nunca me había permitido...ni repetiré...ni pensarlo...!]


¿Para agregar a mi agenda? (Restos de un monólogo de Isabel, mientras aprende español en la orilla del Plata)

…fueron tres años terribles, en la soledad, el miedo – terror a morir sola, a ser descubierta, a jamás regresar -¿regresar adónde?...¿adónde estaba, adónde había quedado esfumada aquella nación suya que, en realidad, jamás había tenido, que sólo había sido durante fugaces años un sitio mitológico al que había creído pertenecer…?- Tres muy largos, eternos, años trabajando como limpiadora en unas oficinas bancarias por las noches –en las horas durante las cuales el inmenso edificio helado quedaba casi absolutamente vacío y disminuían matemáticamente todas las posibilidades de que alguien interpelase a “Isabel”, la extraña, la extranjera que creían muda…Los márgenes del riesgo bajaban al grado cero las posibilidades de que alguien intentase hablar con ella y comprendiera enseguida que apenas hablaba tres palabras en español ¡cuánto pavor a ser descubierta…pavor que intentaba mitigar cantándose mentalmente a sí misma viejas canciones alemanas!…pavor que no podía morigerarse y que la hacía mearse encima muchas veces –entre los temblores de su pánico- cuando adivinaba la lejana sombra de un guardia o policía trasnochado que, entre bostezos, se daba una vuelta por aquellas estancias para que no se dijera que él no había cumplido su misión de vigilar las invisibles fortunas que sustentaban aquel esqueleto de cemento y hierro, cerca de la esquina de Diagonal Norte y Sáenz Peña. Tres años eternos dedicando cada hora robada al sueño y al agotamiento para estudiar esa lengua incomprensible y melódica del otro lado del mar, tan lejos del balneario de Baden-Baden, tan lejos de la Alexanderplatz, tan lejos de las amapolas que todos los veranos de su adolescencia subvertían las colinas de Carintia, tan lejos de la Banhoff berlinesa, donde la potencia del vapor de las locomotoras era como el resoplar secreto de los pulmones infatigables del prometido ‘Reich’…


(¿Residuos de pensamientos de Asternaza o de la propia Isabel?…cuando conocen, desde lejos, evanescentes fantasmas de Buenos Aires)

Di una vuelta en torno a esa casona junto al río, buscando la puerta lateral que me habían indicado. Había oído hablar de ello, pero no dejó de chocarme el curioso color de aquella mansión gubernamental. Quizá era algo propio del barroco de Sudamérica. Mostré la carta que me habían dado en la oficina de la calle Tucumán, donde funcionaba un clandestino despachito de coordinación entre los “refugiados” alemanes y el gobierno bonaerense. Uno de aquellos granaderos inmóviles en una escalera de mármol se condescendió a mirarme a la cara, leyó el sobre (parecía que no se hubiese atrevido a abrirlo) y –haciéndome una venia- me indicó que pasara a lo que parecía una mezcla de patio y claustro, muy lleno de ornamentos; con escudos que yo desconocía.
Fugazmente, vi pasar por la galería superior, una mujer rubia, muy menuda, que caminaba con paso rápido e iba acompañada por un hombre uniformado que parecía un alto oficial. Era su edecán, según supe más tarde.
Cuando subimos al piso superior, me llamó la atención tanta gente que circulaba vestida de civil; yo había imaginado que aquel régimen tendría debilidad por los uniformes…pero parecía que al general le complacía más un ambiente distendido y casi de “club”. Muchas de aquellas desconocidas eran mujeres jóvenes y bellas, como iconos del tango.
Después de esperar poco más de media hora (que me pareció medio siglo) en un despacho enorme y medio vacío -de quien se presentó como “el Asesor”- escuchamos, en la misma calle lateral por donde yo había entrado, el ruido de una motocicleta de baja cilindrada; seguida de dos enormes y silenciosos coches negros atestados de hombres con elegantes sombreros y armas desenfundadas. Observé con discreción por una ventana y fue enorme mi sorpresa cuando vi que de aquella moto ‘Lambretta’ (era más bien lo que los italianos llaman un ‘scuter’ que una motocicleta) desmontaba el mismísimo general. Yo no podía entender, por la costumbre de otros modos de representación del Poder, que el jefe de aquel régimen, llegase a la sede de gobierno de modo tan informal. Con sus zapatos deportivos, su ‘pulóver’ a la moda, su chaqueta a cuadros con el cuello abierto…más parecía un jugador de golf que un líder militar de éxito. Tenía la estatura y fuerza aparente de un boxeador de peso pesado. Con su metro ochenta de estatura, su peinado oscuro hacia atrás y su nariz romana, parecía más una copia criolla de Beniamino Gigli o cualquier otro famoso tenor de ópera. El general tendría entonces poco más de cincuenta años. Lo que más me llamó la atención fue ese brillo absurdo, adhesivo, de su cabellera, que parecía lustrada con el mismo betún con que los granaderos pulían sus altas botas.
Cuando aquel hombre exótico se arrellanó y relajó en su sillón, una de las innumerables secretarias le acercó –ya encendido- un cigarrillo encastrado en una boquilla de nácar con adornos de oro. En aquel edificio, en aquella ciudad, todo el mundo fumaba excesivamente; la atmósfera estaba muy cargada y casi todos tenían los dientes amarillos…salvo el general, que los llevaba de un blanco estremecedor, que no era de este mundo. Otra muchacha le pasó una pluma y pude ver -yo me había ido acercando inconscientemente; aunque él no parecía haber reparado en mi presencia- cómo trazaba su firma, de una manera ampulosa: una “jota” mayúscula muy grande y llena de amplitudes narcisistas y, al final, con un cierre agresivo hacia abajo, una letra “n” que era como el dibujo de un puñetazo; como la punta de un anzuelo clavándose en un corazón invisible.
Un momento después, aquel hombre estaba hablándome. Y lo hacía en un alemán tan fluido que no pude evitar el echarme a temblar.

.
¿30 años después…el encierro irrespirable?

…dice la frase hecha que hay que “hacer memoria”…pero ¿de la nada, del agujero que abre el pánico, qué puede hacerse…? Porque sólo hay agujero ya, carencia, falta, caída en un pozo vacío…y no hay, no quedan, palabras para juntar en una cadenita; miguitas de Hansel y Gretel… y enganchar la memoria, no hay…
…y ustedes me preguntan por la vida del Ruso –como llamaban a Bruno Saper desde la infancia- y del Ruso ahora mismo sólo recuerdo que desapareció una noche que llovía a mares sobre Buenos Aires, durante una larga sudestada que traía la borrasca del Plata metiéndose como un estremecimiento desde los callejones de La Boca hasta más allá del norte de Palermo, así entraban los dedos ateridos de las rachas en ese día penoso. Un tigre de viento bramando sobre Buenos Aires. No, no,…no recuerdo hechos muy claros. Ustedes que son médicos, tienen que entenderme. Tienen que creerme que yo no puedo recordar. Yo no estoy loco como dicen algunos…pero la memoria sí que la he perdido; se me ha ido muriendo. ¿Habrá sido por la máquina –por sus dientes eléctricos- en la lengua y en las encías?
Bueno, todo no puedo, ni pensarlo puedo. Pero hay como fotos fijas, como relámpagos donde yo lo veo. Sí, yo lo conocí en mis épocas de pibe, de cuando éramos adolescentes. Época de mucho miedo y de penuria aquella de los primeros setenta…estaban ya matando gente todos los días los perros de las Tres A…los aprendices de “videlistas”.
Entonces Saper…el Rusito, tendría como unos veintisiete o veintiocho años. Los dos éramos del mismo barrio de Almagro. Y eso era todo. Ustedes recuerdan de esa época casi lo mismo que yo, porque yo lo viví pero sin darme cuenta…y después todo quedó en los diarios, en algunos libros, dicen, y en las charlas de la gente más vieja, arracimada en los patios de los atardeceres en torno a un mate o una copita de anís, acaso.
¿De cuándo él fue niño? Bueno…supongo –no lo se, en realidad- supongo que vivió otras dictaduras, que después nos parecieron un chiste malo, al lado de los asesinados de a miles, los tirados al río…los que amanecían con un tiro en la nuca, incluso pibes de diecisiete años, como unos que secuestraron en La Plata, me acuerdo. Así eran esos días. Encerrados sin aire.
Lo que les parecía raro en Almagro era que el Ruso era, dicen, un tipo que trabajara en lo que viniera con tal de seguir estudiando medicina…pero lo que soñaba hacer, lo que le gustaba de verdad era ser escritor…y contaba siempre algo de lo que estaba escribiendo, escenas donde una novela iba creciendo o de pronto te leía un poema en cualquier bar, por puro gusto. Dicen que escribía muy lindo. Pero sólo publicó un par de cosas. Bueno, sí, se las publicaron los amigos; años después. Ustedes ya saben eso. No me fuercen.
Dejó de escribir un día que estaba en casa de Inés y cayó un operativo de los “grupos de tareas”, como gustaban llamarse cuando salían de caza, y la secuestraron a ella y a un hermano de ella; pero como de milagro no se lo llevaron al Rusito…porque su novia, entre otros gritos espeluznantes, dijo que no lo conocía, que sólo era un muchacho vecino que había ido a arreglarles un grifo que goteaba desde hacía días. Sí, ya se que es absurdo, pero así fue la historia. Así eran las cosas verdaderamente, entonces. Y cuando llegaron los verdugos a su cubil, sus jefes y los oficiales de Inteligencia, los trataron por lo menos de pelotudos , de imbéciles, de hijos de puta; les pegaron con un palo y les metieron un mes de calabozo de castigo porque se habían traído a quienes no buscaban…dejando ir al Rusito, que era la presa.
Pero el Rusito no había huido. Parece que se quedó en la casa de la chica que quería tanto, esperando a que volvieran…quién sabe para qué. O él lo sabía. De modo que después de todo lo que hicieron a Inés, cuando se cansaron de hacérselo, como dos días después un capitán pensó que en la casa allanada habría pistas y volvió hasta Almagro y cuando llegó a esa casa, desde una ventana, le dispararon con una escopeta y el oficial respondió con un arma automática que a dentelladas hizo trizas todas las persianas y debió darle al Rusito…porque quedó un rastro de sangre hasta el patio y sobre un muro que había saltado y en la calle trasera por donde, esta vez sí, se había fugado como pudo.
Parece entonces que en el momento en que Bruno Saper saltó a la calle, se cayó a la calle, arrastrando una pierna y tratando de hacerse un torniquete con el cinturón; pasó ese coche que dicen que vieron, un coche negro, grande y lujoso, un Chevrolet 400 que ardía como el charol, que frenó sin ruido y se bajó una mujer joven, que no era de Almagro, que era del centro, y lo ayudó a levantarse y lo metió a empujones en el asiento de atrás y se esfumó en la noche de Buenos Aires. Cuando logró saltar, el capitán disparó varias ráfagas hacia las lucecitas que se alejaban, pero dicen que todas las balas se perdieron girando locas entre los árboles.
Cuando Bruno despertó, la blancura de aquellas sábanas, ese albor de luz, lo hizo bizquear, aparte del dolor y sólo vio desenfocada la silueta de la extraña y vio bien cerquita, pegadas a su cuerpo desnudo, un sembrado de manchas rojas, sangre rutilante que parecía flotar sobre las sábanas porque la blancura las detestaba. Escuchó bien el ruido del agua de un grifo en una bañera, voces desconocidas…y la mujer se le acercó a los ojos hasta hacerse visible y le puso una mano fría sobre la frente, caricia tibia, y él como era poeta –siempre- se dijo que venía ella del agua como una Venus soñada y entonces volvió a desmayarse. Y en el sueño estuvo largo rato de pie mirando con la boca abierta aquella Venus de Botticelli que –había leído- relumbra desde hace siglos en una ribera del río Arno ¡tan lejos de Buenos Aires! Todo un día estuvo, de pie, mirando fijo a ese cuadro ¿o acaso esto lo habré soñado yo?...arenas movedizas.
Alguna hora ignorada de algún día siguiente comenzó a enterarse que estaba en el segundo piso de una casa antigua del barrio de Caballito, frente al parque Rivadavia. Eso lo tranquilizó, porque él solía ir por esa zona. Supo que estaba muy cerca de un café de ajedrecistas, donde alguna vez había agonizado una partida lenta con un ingeniero alemán que apenas hablaba pero movía los trebejos como en un ballet clásico.
Lo habían vendado con fuerza, desde el muslo hasta la cadera, toda la parte machacada de plomo, que seguía quemándolo…y estaba colocado de lado, sobre el costado sano, enfocando a una pared celeste donde adivinaba sombras. Claro que retorciendo mucho el cuello logró mirarla cuando vino ese día y lo hizo beber unas cápsulas con limonada bien fría y le pregunto si le dolía menos y él supo que era una mujer de treinta y pico, con un perfil maravilloso y un perfume que él soñaba a veces en las novelas pero jamás había aspirado en lo real. Y también sus manos eran una obra de arte…tal como había creído él siempre que eran las manos de las mujeres de los libros de Proust.
Y ella fue y se sentó en una silla de respaldo alto que estaba a los pies de la cama y, en el nuevo ángulo de visión, Bruno pudo verle las piernas…y allí la mujer seguía siendo hermosa como en las manos. Claro que hasta Bruno se sorprendía de tales mixturas locas del pensamiento, en una situación tan rara, en casa de una extraña, en una escena que se le había instalado de pronto –desde el desmayo- sin saber de dónde venía ni dónde iba a parar aquella situación un poco absurda –pensó- yo aquí desnudo, salvo el vendaje, medio estremecido por la fiebre y pensando en la belleza de esta mujer ignota cuando yo tendría que pensar en Inés y en cómo volver a salvarla…
Gracias señorita…balbuceó él, sintiendo que no eran las palabras adecuadas. Pero más estúpido se sintió todavía cuando le preguntó qué donde trabajaba ella y ella respondió que no trabajaba, que se dedicaba a pintar. Bueno, es un trabajo, pero nunca he ganado dinero con eso…ni me interesa tampoco, la verdad. Y él entró en otra extrañeza más honda: había gente que tenía paz y dinero y seguridad como para dedicarse a pintar en aquellos días de espanto, cuando todos los hombres y mujeres que él conocía andaban cambiando sus huesos de un sitio a otro, noche tras noche, para que la angustia o el fuego nos los pulverizara con el mismo fulgor del plomo que ahora le había abierto las carnes…aunque todavía estaba vivo… seguramente gracias a aquélla que vivía en una casa hermosa y buscaba en los pigmentos sus texturas secretas y acaso algunas respuestas a ciertas preguntas que él mismo se hacía…pero…
Veo que ustedes no me creen y me miran como a un bicho raro. Pero así son los recuerdos.¿ Y acaso no era posible; acaso no sabía él, como escritor que era, que todos los vivos le hacen las mismas preguntas a la muerte? Igual daba que pintaran, escribieran o temblaran por la fiebre y el miedo.
Después de hacerle cosquillas en una axila al tomarle la temperatura, la desconocida sacudió el termómetro, sin decirle nada y volvió a ausentarse hacia el ruido del agua, que seguía cayendo en el baño contiguo.
A mediodía volvió, trayendo una bandeja con un poco de fruta y otra jarra de limonada. Cuando él bebió escasamente, la mujer hermosa le dijo que tendría que quedarse en esa cama unos días hasta que pudiera valerse por sí mismo. Y que ella se iría por unas horas, porque esa era la casa de sus padres, ausentes; pero que ella vivía en otro lado y tenía que volver porque seguramente estarían alarmados y acaso la buscaran y entonces él estaría en peligro.
El Ruso se quedó solo en el silencio enorme. Escuchó que llovía muy fuerte. No supo cuántas horas pasaban. O tal vez incluso los días pasaban y pasaban. Y con esfuerzo bebió unos tragos pero no podía comer por el malestar ni sentía hambre. Se durmió y despertó y se durmió muchas veces y en una hora extraña sintió que se orinaba y la cama empezaba a mojarse y haciendo un giro doloroso consiguió sentarse en la cama y agarrándose a los muebles dio unos pasos interminables hacia el baño. Ya el agua no corría. Tampoco su sangre se derramaba ya por las heridas y se sintió mejor. Buscó con los ojos un teléfono, más por costumbre porque ¿a quién iba a llamar? si apenas recordaba algo. Y vio que había otra habitación tras un breve corredor y se envolvió en una sábana por una vergüenza súbita y tardó como mil horas en arrastrar la pierna herida y el peso de un cuerpo que pesaba demasiado…pero tampoco en el otro cuarto se veía un teléfono. Había una salita con unos sofás de piel y un escritorio muy ordenado y toda una pared llena de libros. Los libros lo atrajeron como una promesa, de modo que siguió arrastrándose durante un lapso eterno. Y entonces vio, en un vano entre los libros, la foto que brillaba. Era una foto de ella. Era extremadamente hermosa. Su rostro era un paraíso… más aún que las manos y la línea estremecedora de sus piernas. Pero en la foto no estaba sola. La acompañaba un hombre que también sonreía. La foto tenía mucha luz, como tomada en un parque una mañana de verano. Y el hombre vestía un uniforme de oficial.
Cuando volvió en sí, Bruno estaba tirado en el piso de la salita y la mujer lo estaba ayudando a volver a la cama, con delicadeza pero con fuerza. El sentía la fuerza de aquel cuerpo tan esbelto y deseable.
-Se que ha visto la foto- le dijo ella de pronto; mientras buscaba otras sábanas limpias en un armario empotrado. -Pero no tiene que temer nada. Conmigo estará seguro-.
-¡Tengo que irme ya, enseguida…tengo que irme!- se escuchó el hombre que estaba gritando.- ¿Y por qué hace todo esto; y por qué me dice que con usted estoy seguro, cuando usted es una…-
-Yo sólo soy una mujer que también tiene miedo- dijo ella.
-¿Y eso es todo? ¿Con esa explicación me conformo y me quedo tranquilo?-.
-Eso es todo. Pero puedes irte. No estás prisionero en esta casa. Si crees que puedes valerte, si crees que eso es posible, puedes irte en el instante que quieras-.
-¿Pero cómo voy a creerte, siendo lo que he visto…sabiéndote ya la mujer de ese tipo? ¿Es que acaso me estás guardando hasta que él venga, tranquilo y cuando se le ocurra, a pegarme un tiro? ¿Para qué todo este teatro, para qué estás curándome…qué clase de perversión es la tuya?-
-No va a venir nadie- dijo ella con convicción.
-¿Cómo que nadie…?-
-El de la foto es mi marido, si te interesa saberlo; pero no puede venir…-
-¿Por qué no puede venir? ¿Qué me estás diciendo?… ¡loca de mierda! –
-El ya no vendrá nunca porque no puede tocarnos, ni siquiera vernos ya puede… ¡Tienes que entender que nadie podría ya ni reconocernos…porque ya estamos muertos!-
-Además de ser un monstruo, estás completamente loca…pobre mujer-, dicen que dijo Saper, casi como apiadándose. ¿Cuál es tu nombre real?
-Me llamo Elizabeth…pero a mi me gusta más Isabel… ¿bueno, te acuerdas que cuando frené el coche para ayudarte a levantarte de la calle, cuando sangrabas… y entonces escuchamos una ráfaga larga, muy larga?-
El hombre rebuscó en su memoria un tiempo indeterminado hasta que volvió a escuchar aquel trueno. Y asintió, mirándola.
-El fue quién nos mató aquella noche. Pero es un cobarde, siempre lo fue…y cuando llegó hasta el auto me reconoció y sintió pavor por haberme asesinado-
-Nos había asesinado…-
-A mi sí me había asesinado. El nunca te vio como persona, Bruno…vos sólo eras un número más, un animal al que había que matar. Tuvo miedo por lo que me había hecho a mi –aunque fuera por puro azar-, tuvo miedo porque mi padre es su superior…-
-¿También tu padre?-
-No, no te confundas, el es un hombre viejo, un oficial sobreviviente y malherido de los fusilamientos de los generales “leales” en el ’45, y retirado desde hace muchos años…pero todavía lo respetan…esas cosas tan raras que tienen entre ellos-
-¿Y, entonces…-
-Entonces nos trajo a esta casa, que fue de mis padres, que yo heredé, donde nadie viene nunca…abandonada…una ‘oublié’ comida de hierbajos…y nos trajo y encerró nuestros cuerpos, nos tapió y huyó y desapareció y nadie sabe nada de él y menos puede saber lo que nos pasó a nosotros-.
-Pero antes has salido y has vuelto. Te he visto marcharte y dejarme solo ¿cómo se explica eso?-
-Yo no se que has visto…yo veo otras cosas, siempre cada uno ve una parte. Yo veo que te duele y que tengo que curarte. Voy hasta el baño y vuelvo. Ya he ido y he vuelto millones de veces….-
¿Y cómo me dices, entonces que me marche; adónde puedo irme-
-Mientras has estado sin conciencia durante millones de días, me he asomado a la ventana. Afuera sigue estando la ciudad. Pero también ella está muerta, aunque allí sigue. Y acaso se pueda salir…pero yo no me atrevo, voy hasta el baño y vuelvo, una y otra vez-
-¿Y sigue la tormenta del día ese cuando nos mataron?-
-La tormenta no para, no para, no para…es enloquecedor…y ahora trata de dormir; eso se puede. Tratemos de dormir los dos. Me siento muy cansada-
Y el hombre se tendió. Y ella se tendió a su lado. Casi con pudor y ternura, Isabel (¿) se tendió rozándolo…en el encierro donde moraban sin aire. El hombre sintió como el dolor se iba y cómo venía la sombra del deseo. Ella sintió el placer de cómo él se acurrucaba contra su cuerpo. Ambos sintieron el golpe de la lluvia en las ventanas y cómo se reunía su carne con su carne en las manchas de sangre –ahora podía ver cuánto sangraba ella- cómo se mezclaban sus cuerpos en el golpe de las ráfagas, en el oro de las balas, en la putrefacción de la lluvia, el olor de la sangre… el ruido de la tormenta en el Plata; ese tigre bramando sobre Buenos Aires.


Addenda a ¿“Qué es esa Historia ?
¿Entrada de una Lisbeth equívoca en un bucle del relato?

Un momento después el General, aquel hombre elegante –que poseía el poder en aquella zona real de lo irreal, donde me había precipitado mi fuga del Reich- estaba hablándome…y lo hacía en un alemán tan fluido que no pude menos que echarme a temblar.
Me pidió que me acercara y me estrechó la mano. Sobre su sonrisa, me llamaron la atención sus venillas rotas, finísimos vasos translúcidos, bajo la piel tensa y fina de sus pómulos prominentes.
Intenté –infructuosamente- empezar a poner en práctica mi precario español, para darle las gracias…pero no pude porque él me pidió con cortesía que siguiera el diálogo en alemán por que ‘me encanta hablarlo’ según dijo con énfasis. Me explicó que creía que le venía bien practicarlo. Lo había estudiado –con provecho- cuando era cadete “porque todos los instructores eran prusianos” y después había podido practicarlo durante su estancia en Europa, como agregado militar en Roma. Dijo que entonces –antes de la Guerra de 1914- los cadetes del colegio militar tenían que manejar “la lengua del Kaiser”, porque todas las armas compradas eran germanas y sus instrucciones no venían traducidas. Y comentó, riendo, que además habían tenido que aprender a desfilar “al paso de la oca”. Incluso hoy podrá usted verlo, agregó –no sin cierto orgullo mal disimulado- porque a las seis de la tarde, mi guardia de granaderos desfila al paso de la oca para ir a arriar la bandera en la Plaza de Mayo.

-¡Ah, Europa, Europa…cuánta nostalgia!- agregó, sin parar de hablar, en uno de su largos monólogos, que todos parecían escuchar con unción, como acostumbrados a ellos. En diciembre del año treinta y nueve fui una temporada a esquiar a los Alpes, en la vertiente norte, en estaciones de esquí de Austria y Alemania. En aquella época, Alemania me pareció una nación fabulosa…era como una máquina sutil, perfecta, poderosamente precisa y efectiva. Era como sentarse en un Mercedes Benz…así era de potente y suave y silenciosamente fascinante. Es lo que necesitamos en este país…un poco de esa fuerza y ese dinamismo.
Yo me sentía mal, porque –en mi impostura, en la mentira que me sostenía- ya no sabía muy bien quién era yo. Y una parte mía del pasado me decía que aquella forma de desfilar como las ocas era uno de los espectáculos más aterradores del mundo. Producían una muy desagradable mezcla -al unísono- de terror y de hilaridad, por la ridiculez de aquellos pasos, tan antinaturales en la marcha humana. Aquellos desfiles habían aterrorizado a millones de personas como yo. De todas las naciones próximas a Alemania e incluso a muchos de mis mismos compatriotas.
En aquel momento, entraron en aquel despacho dos ‘caniches’. Los animales iban, insólitamente, envueltos en un halo de un perfume caro y pegajoso como el ‘pachuli’ ¿o era bergamota?. Con ellos entró la pequeña mujer rubita que yo había avistado, escaleras arriba, cuando entré en la casa de gobierno.
El General había terminado de fumar su segundo cigarrillo, desde que llegó en su motito…y apagó la colilla en un cenicero de plata que llevaba, ostentosamente, la marca de ‘VanCleef & ‘Arpels. De pronto, se me ocurrió la estúpida fantasía que todo, en aquel entorno era obra de algún diseñador de ‘VanCleef. Traté de evitar sonreír porque recordé involuntariamente un chiste que en aquellos primeros años treinta corría por Berlín sobre el enmascaramiento de los nuevos ricos del partido nacionalsocialista, de los judíos ricos –víctimas que aún no comprendían la tormenta- que querían pasar desapercibidos y de los carniceros cebados. Personajes tan disímiles compartían la misma adoración a ‘VanCleef y a la vajilla checa de Bohemia y a los extravagantes cristales de ‘Swarosky.
-‘Fraulein…dijo el General: ¿Usted está casada en Alemania? Porque este minucioso informe que me trae de nuestros amigos, no es minucioso en ese sentido…
- Soy viuda-, dije… osando interrumpirlo.
-¿Viuda ya…tan joven? ¿Algún accidente propio de aquellos malos tiempos, una enfermedad…?
- Ludwig murió asesinado durante una noche de servicio; era KOK en el distrito norte de Berlín…
-¿KOK…?
-Significa ‘Kriminal-Ober-Kommissar’…o sea Inspector Jefe de la policía. Si…creo que exactamente eso…

En aquel momento el absurdo diálogo se interrumpió, porque la mujer rubia, que era la esposa del General se me acercó –excesivamente- con curiosidad. Pensé por un momento que me diría que abriera la boca, para examinarme los dientes, como a un caballo.
-Creo que esta chica podría ser una buena secretaria para mi…conozco pocas tan lindas y con inteligencia; además de europeas…-dijo la mujer.

Diciendo apenas esto, la delgadísima rubia – no pude distinguir si era naturalmente tan rubia o aquello era obra de un buen peluquero y el agua oxigenada- me miró con una luz sesgada. Ojos claros en su sombra intensa. Ella tenía muy buena figura. Aunque no alta, su torso era breve y eso le daba una ilusoria pero contundente longitud a sus piernas; además de que estaba izada sobre unos zapatos italianos verde malva, de alta plataforma; puro arte florentino.
Por lo demás; ya en ese primer encuentro me afectó la excesiva frialdad emocional de aquella mujer, que no podría o no quería disimular. La suma era que parecía excesivamente atractiva, excesivamente serena, excesivamente formal. Aquel día con aquel traje sastre azul marino –y en el moño alto de su peinado llevaba una cinta de terciopelo azul con un lazo de diamantes…y dos sobrias aguamarinas en sus orejas- parecía absolutamente preparada para una repentina arenga, para una repentina caricia a unos ocasionales niños, para una repentina y fascinante sonrisa al flash de los fotógrafos, que la perseguían durante todo el tiempo. Tal vez por eso, su rutilante y roja pintura de labios lucía siempre tan impecable y resistente a toda caducidad.
-Frau L….la espero esta tarde en mi despacho- me dijo… y salió de aquella sala, sin saludar a nadie.
……………………………
(Tal vez fue este un sueño que tuve en nuestra casa berlinesa –próxima a la bombardeada Banhoff- durante la fiebre de la guerra…pero los avatares tenían la correosa consistencia de lo real…y parecían actuar con una autonomía que supera a la escritura… desasidos…
O acaso no fue un sueño, sino que estoy forzando al mundo para poder decir “fue un sueño” (¡deseo desesperadamente que lo fuese!)…y para poder soportar eso vivido, eso pasado y subvertido…lo que debe ser mirado y no procrastinado)

© carlosmamonde.