sábado, 16 de enero de 2010

Crónicas del "Nuevo Mundo"

LATINOAMERICA: ¿UN ARTEFACTO DE FICCION?



No sería arriesgado asegurar que un importante fenómeno cultural del pasado siglo XX en Occidente, ha sido la exitosa y enriquecedora aparición de la literatura latinoamericana.
Esta literatura es ya una “nueva literatura latinoamericana” porque no olvidamos la antigua práctica de las letras hispanoamericanas, si destacamos históricamente que en el continente se estuvo escribiendo siempre, desde las Cartas de Colón a los Cronistas de Indias; aunque la primitiva palabra de América no fue una palabra propia, sino que fue la palabra de España hablando sobre América, siendo una textualidad que tomó aquel mundo como objeto pero no siendo él mismo sujeto, ni existiendo como habla de América, ni diciendo por ella o para ella el discurso que una identidad cultural autónoma requiere. Por ello, a mi juicio, esta escritura de los más de 300 años de vínculo colonial con la Península, más la escritura de todo el siglo XIX –expresión de un mundo que comienza a ser sólo formalmente independiente- crea una literatura que será una derivada de la española, glosa desfasada de la española, copia ancilar de una mirada europea, espejo distorsionado de un deseo ‘eurocéntrico’ en la percepción de aquella nueva realidad.
Habríamos de esperar al fin del dramático siglo pasado para oír el habla verdadera de la América de lengua española y portuguesa. Un habla que hoy podemos decir configura ya un texto organizado en torno a una mirada propia –-acto fundamental, pues como acota Iuri Lotman “toda mirada está cargada de teoría”--; un habla que sustenta un corpus literario que estimamos ya maduro pero que ha debido fundarse a sí mismo en un breve y reciente tiempo histórico, tan cercano como que podemos datarlo en sólo 60 o 70 años a la fecha. Y es una palabra literaria latinoamericana que fluye ya naturalmente, sin estridencias, segura de una identidad que –aunque por naturaleza siempre problemática- es una identidad que no se empeña provincianamente, chauvinistamente, en radicarse en el riesgoso énfasis de la diferencia excluyente (como vemos en algunas altisonantes y violentas identidades localistas que proliferan en Europa). Porque la identidad es –acaso- como el amor, que cuanto más nos empeñamos en forzarlo más nos elude, que cuando violentamente intentamos poseerlo, más ilusorio es. No podemos apropiarnos ni del amor ni de la identidad: su potencia escapa a cualquier jurisdicción del poder. Tenemos que esperar a que mane sin compulsión, a que acuda sin que lo llamemos, a que libremente se entregue.
Esta es la esencia de la espera que América Latina ha cumplido, trascendiendo primero el colonialismo cultural impuesto – con raíces en la Contrarreforma española, gran negadora de la modernidad-- o, más tarde, el “libre” snobismo de las élites criollas del XIX que querían ser europeas, para –superada esta crisis de adolescencia-- llegar al cabo, por fortuna, al advenimiento de su literatura nacional: paradojal texto único superpuesto a una geografía fragmentada.
Con este talante cultural y político, hoy puede América Latina ofrecer al mundo el fruto poético de ya cinco o seis generaciones de líricos, dramaturgos y narradores que, escribiendo durante el siglo XX, son capaces de competir ventajosamente en este nuevo horizonte histórico de la globalidad, mero mercado transnacional para los economistas y políticos, pero verdadero nuevo escenario planetario para los artistas creadores. Y en este contexto la literatura latinoamericana, como vía de goce e instrumento de conocimiento, es una baza de la latinidad en una confrontación árdua, que recién comienza, con el fuerte competidor cultural angloamericano que, desde su posición de preeminencia en los mercados, intenta hegemonizar las culturas nacionales bajo el signo global del pensamiento único; de un imaginario colectivo único, de problemática eficacia en la profundización del conocimiento de lo real contemporáneo.
Otra nota destacada de la nueva literatura latinoamericana, insisto, es la paradoja de su unidad cultural, cuando es evidente que la región está profundamente dividida e incluso alejada entre sí, en una yuxtaposición de países aislados, espalda contra espalda, balcanizados política y económicamente, para mayor miseria de este área periférica, de este “Extremo Occidente” como lúcidamente la describiera Alain Rouquié. Porque es difícil comprender cómo el gran texto latinoamericano se expande por espacios comunes cuando la geopolítica de la nación hispanoamericana, propuesta imaginaria de Bolívar, está fragmentada en tantos países que generalmente no son más que el coto privado de oligarquías, del militarismo dictatorial, del autoritarismo populista y seudodemocrático; tierra arrasada por la corrupción y la violencia, cuando no por el terrorismo o por la guerrilla; ayer hiperideologizada, hoy ancila de la droga.
Tal vez por todo esto Daniel Moyano dijera en la Universidad de Vermont, en 1972, que “el único territorio libre de América es el territorio de la literatura, de la imaginación”. De lo que se sigue que una de las pocas vías abiertas para que el subcontinente entre en la plenitud soñada, profetizada por su literatura, sea someter la compleja decadencia perpetua de su sociedad a la luz de su praxis cultural.Su única experiencia exitosa en generar algo. Porque mientras las estructuras políticas y económicas latinoamericanas se derrumban una y otra vez, sobrevive sólo lo que se ha construído sobre una libertad real: las creaciones de su cultura, la suma estética y ética de lo que Ortega y Gasset llamara “un conjunto de actitudes ante la vida”.
De no menor altura de miras es la unidad continental y textual que el escritor latinoamericano propugna, no sin dejar de reconocer, sin embargo, que existen diversos códigos estéticos coherentes en el subcontinente, diferenciaciones en grandes vertientes literarias que marcan insoslayables matices en la percepción del mundo y la expresión de sus creadores; vertientes tales como: la literatura rioplatense, la literatura andina o la literatura caribeña –de ese Caribe literario que bien ha demarcado García Márquez diciendo que va desde el Río Grande, en el norte mexicano o más arriba, desde la frontera cultural chicana, y recorre el istmo centroamericano y el mar antillano y baja profundamente hacia el sur, penetrando en el Brasil afroamericano por lo menos hasta el paralelo de Salvador Bahía.
En esta diversidad, marcada a fuego por las antinomias y pesares de la política, América Latina tuvo, sin embargo, la fortuna –desde el primer tercio del siglo XIX- de la aparición de algunos constructores pioneros de un arte literario idiosincrático americano, fundadores que echaron las bases de las fuentes de sentido y de las vías de comunicación intertextual que son condición indispensable para que una literatura exista y dialogue y comunique y crezca. Estos adelantados debieron ser, coherentemente, antes que creadores de fantasía creadores de crítica literaria y filosofía de la cultura; de una palabra autorreflexiva, de la fundación ideológica de una escritora autónoma. Entre estos adelantados, acaso los sobresalientes, en un momento inicial, fueron Andrés Bello (1781-1865), Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888), José Martí (1853-1895), Euclides da Cunha (1866-1909) o José Enrique Rodó (1872-1917). Gracias a ellos y a otros, hoy sigue existiendo en la región una feraz y lúcida crítica que continuamente organiza y reconduce los productos imaginarios y simbólicos y discute y propone los horizontes históricos de la praxis artística, al tiempo que dialoga con la crítica europea y estadounidense y la metaboliza en lo que es útil a la realidad local, revelando o desechando modelos, consolidando programas y métodos.

Para observar sólo un caso que nos dé la pauta de la importancia de estos codificadores, veamos el de Sarmiento en la literatura rioplatense. Porque si coincidimos con la tesis de Mijail Bajtin (cfr.”Dostoievsky.Poética y estilística,1968) de que toda obra literaria aparece siempre, en diverso grado, como absorción o regeneración de textos antecedentes en un código literario, sobre el cual se alza, al que interroga o responde en un perpetuo diálogo intertextual; en nuestro caso cabe preguntarse sobre qué textos o sistema de textos vendrían a enraizarse los escritos de la nueva literatura latinoamericana si no existía tal sistema, si el desplazamiento de los códigos de la literatura de los colonizadores no ofrecía más que incoherencia y extrañamiento significativo y vacío de diálogo con el Nuevo Mundo, aparte del básico soporte del idioma y el ser eco derivado del sistema de referencia de la literatura española. Por ello los rioplatenses, en este caso, hubieron de generar un texto propio. La crítica coincide en que el “Facundo” de Sarmiento, editado en 1845 –treinta y cinco años más tarde de la independencia- es uno de esos textos primordiales y referentes de la literatura local. Sarmiento codifica en el imaginario rioplatense una dicotomía “civilización contra barbarie”, acuñada en imágenes espaciales y antropológicas que asedian y devoran, desde el desierto irredento, a la civis de la nueva república y todas sus asociaciones paradigmáticas derivadas (v.g.: instinto contra espíritu, etc... Sobre este texto referencial más el de “El Matadero” (1871. Esteban Echeverría), que habla de “el ancestro de un país carnicero” se construye un núcleo significativo que viene a traducirse por la idea de que la violencia y la barbarie son inevitables y están como pulsiones en el tiempo histórico argentino, idea que reiteradamente tematiza la narrativa local, por ejemplo en las novelas de David Viñas o en las de Sábato, por citar sólo dos reconocidos autores,en quienes la reelaboración del texto primordial es más explícita.
Viñas, en la novela “Cuerpo a cuerpo”, del año 1979 –escrita en su exilio español y referida, en lo inmediato, a la “guerra sucia” de la dictadura militar de 1976/1983-, dice en la página 418, --poniendo el monólogo en boca de un general que reflexiona sobre sus planes de represión genocida en la selva de Tucumán--: “(…) se va a la guerra y gana el que mata primero (…) y éstos (la guerrilla) nos han metido el campo en la ciudad, con todas sus agachadas (…) civilización y barbarie: esa es nuestra guerra. De nuevo. Puesta al día. Al fin de cuentas el viejo Sarmiento no escribía más que otro capítulo del diario de Colón, de Bernal Díaz, de Alonso de Ercilla…”.
Puede matizarse que la dicotomía basal de Sarmiento ha sido denunciada como falaz, reaccionaria, perversa, políticamente incorrecta, etc.. Pero lo cierto es que está definitivamente incrustada en el texto primordial argentino, manando de ella un permanente sentido a partir del cual se escribe, adhiriéndose u oponiéndose a su multivocidad de significados, pero siempre a través de su mediación.
Dejando ya esta digresión inexcusable sobre la intertextualidad básica y volviendo a lo central de nuestro discurso, es necesario destacar que, ya iniciado el s. XX sigue observándose como imprescindible la tarea ensayística de desbrozamiento de la conciencia latinoamericana por parte de pensadores como Pedro Henríquez Ureña (1884-1946) o Alfonso Reyes (1889-1959) que retoman y critican y actualizan las tesis de los anteriormente citados, reinterpretando dinámicamente la formación del “capital cultural” de la región. Lo hacen en obras como “Seis ensayos en busca de nuestra expresión” (1926) o “Las corrientes literarias en la América hispánica” (1949), de Henríquez Ureña o en “La experiencia literaria” (1942), de Reyes. También trabajará en esta línea Ezequiel Martínez Estrada (1895-1964) con ensayos imprescindibles como “Radiografía de la pampa” (1933) o “La cabeza de Goliat” (1940).

Así hemos citado, en forzada síntesis, a los más conspicuos maestros del pensamiento nacional que forjaron la autoconciencia mestiza de la región, dentro del orbe latino y la cultura de Occidente.
A la acción fundacional de los ensayistas colaboraron en primer término los poetas, desde el modernismo ampuloso de Darío (1867-1916), hasta el experimentalismo vanguardista de Vicente Huidobro (1893-1948), gran introductor del surrealismo en la lírica, o el humanismo historicista, que nace en la vanguardia formal, de la poesía de César Vallejo (1892-1938) con sus famosos “Trilce” (1922) o “Poemas humanos” (1939); desembocando esta vertiente lírica de cimentación de una voz latinoamericana en el casi inabarcable, por su esfuerzo adánico y amplísimo registro, Pablo Neruda (1904-1973), expresado en cincuenta libros, especialmente en su “Canto general” (1950).
De este modo llegamos a la mítica fecha de 1940, datación aproximada -en que toda la crítica coincide- del nacimiento estricto de la nueva literatura latinoamericana, que debe entenderse, más específicamente, como el nacimiento de la nueva narrativa; porque es en el género narrativo –novela y cuento- donde se ha producido el gran salto cualitativo, donde el trabajo textual alcanzará alturas irrepetibles.
Este momento de la década del ‘40, además de coincidir con la publicación de algunas obras (v.g. “El pozo”, de Juan Carlos Onetti) consideradas por la historia literaria como fundacionales del prolífico período contemporáneo, coincidirá obviamente con una serie de crisis de reajuste y cambio en el contexto económico y sociopolítico local y de todo Occidente.
Así la guerra civil española y la primera conflagración mundial desplazará a Latinoamerica, en las décadas del ’20 y del ’30, la crisis de la conciencia colectiva producida por el letal conflicto en forma de quiebra del optimismo histórico y el surgimiento de ideologías estéticas y políticas –algunas perversas, como el fascismo y el stalinismo- que intentaron responder a esta anomia universal. En el arte se desplazó hacia la periferia la vanguardia dadaísta y surrealista y, en el plano político, el liberalismo , en sus versiones diversas, desde el conservador anarquismo de derechas hasta el progresista keynesianismo, además del citado fascismo y el stalinismo; extremas radicalizaciones ambas que tanto daño producirían en el cuerpo social latinoamericano, provocando quiebras traumáticas en su historia, que en todo caso serían tematizadas por algunas de las nuevas novelas escritas desde entonces. En la década de 1940, la segunda guerra mundial exportaría desde los países centrales, especialmente desde Francia, la mirada existencialista, una filosofía que penetra toda la nueva novela. Y como filosofía económica el “desarrollismo”, el proteccionismo y la sustitución de importaciones que al dar lugar a una frágil industrialización local generó nuevas franjas sociales, medias y obreras, que en el contexto de una incipiente urbanización, constante y desmesurada desde entonces en los países emergentes, configuraría nuevos escenarios fuertemente significados y conceptualizados por el arte literario, frente a toda la narrativa ruralista anterior.
Si como –hipotéticamente- quiere una categorización clásica, “la novela es un género burgués”, en estos años surgiría este sujeto social en América Latina –en su mayor parte y más estrictamente como “lumpenburguesía”, modalidad bien caracterizada por la ciencia política local-. Esta especie de burguesía periférica, fuertemente mixturada con las clases medias en ascenso será el origen social de la mayor parte de los escritores latinoamericanos desde entonces a la actualidad; con la particularidad –no original- de que algunos sectores de la izquierda política de este origen familiar se harían cargo, muchas veces con mesianismo romántico, de describir y pretender expresar el imaginario social y los mensajes reinvidicativos de los nuevos trabajadores industriales y de los sectores marginales de la sociedad.
Pero este rastreo historicista del punto de inflexión de la nueva literatura latinoamericana sólo comenta el contexto. Falta ver cómo en los núcleos del discurso habría de darse un verdadero salto cualitativo, una crisis de torsión, un giro hacia un nuevo rumbo, un instante de epifanía desde el cual inaugurar una escritura, una nueva actitud que sin hacer necesariamente una dramática tabla rasa con todo el espesor de la tradición permitiera escribir desde nuevos presupuestos. Este cambio cualitativo fue sin duda tarea colectiva y comenzó al promediar la primera mitad del siglo XX, pero si buscamos algún autor canónico, que inaugurara el canon –en el sentido del crítico estadounidense Harold Bloom- y con suficiente poder de asimilación y contaminación para engendrar una nueva práctica de la escritura, este autor es sin duda Jorge Luis Borges.
En la atrevida pero creativa tesis central de su obra “El canon occidental”(1995) dejará sentado Bloom que: “La literatura latinoamericana del siglo XX, posiblemente más vital que la norteamericana, tiene tres fundadores: el fabulista argentino Jorge Luis Borges (1899-1986), el poeta chileno Pablo Neruda (1904-1973) y el novelista cubano Alejo Carpentier (1904-1980). De su matriz ha surgido una multitud de importantes figuras: novelistas tan diversos como Julio Cortázar, Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes (entre otros); poetas de importancia internacional como César Vallejo, Octavio Paz y Nicolás Guillén. (…) Pero Carpentier se encontraba entre los muchos que estaban en deuda con Borges , y el papel fundador que Neruda representa en la poesía, Borges lo tiene en la prosa crítica y narrativa (…) como padres literarios y escritores representativos” (op.cit.pág. 473).
Aparte del talante polémico de esta declaración bloomsiana, coincido con él en que gran parte se debe a Borges que la literatura latinoamericana fuera refundada en este siglo XX, asumiendo sin complejos de inferioridad todo el discurso conceptual y estético de Occidente, escribiendo con madurez sin paralizarse por la famosa “angustia de las influencias” (Bloom) y haciendo como Federico Nietzsche sugiriera: “cuando uno no tiene un buen padre es necesario que se lo invente”. Y esto significó asumir por los escritores latinoamericanos todo lo más enjundioso y renovador de la filosofía y la narrativa, como el surrealismo y el existencialismo que basamentan la nueva arquitectura textual, además de la benéfica influencia de la lectura y meditación de Kafka, Faulkner, Proust o Joyce.
Consciente de la necesidad de este nuevo programa , Borges escribiría en su ensayo “Discusión” (1932) que “(…) la idea de que la poesía argentina debe abundar en rasgos diferenciales argentinos y en color local argentino me parece una equivocación.(…) El culto argentino del color local es un reciente culto europeo que los nacionalistas deberían rechazar por foráneo (…) los nacionalistas simulan venerar las capacidades de la mente argentina pero quieren limitar el ejercicio poético de esa mente a algunos pobres temas locales, como si los argentinos sólo pudiéramos hablar de orillas y estancias y no del universo”.
Esta declaración programática borgiana y toda su práctica de la literatura será fundacional en un mundo que había llegado a su independencia sin haber perfilado su identidad, de una literatura que era puro mimetismo acrítico de la realidad; de la que había hecho documentalismo, panfletarismo y denuncia pero nunca había puesto en diálogo con una obra que buscara la significación , que proyectara significación sobre lo real y estuviera abierta a los significados profundos de lo real. Sólo al plantearse este programa el artista latinoamericano, como apunta Carlos Fuentes “crea personajes humanos y profundos, complejos y contradictorios, los libra del dominio telúrico del paisaje y los coloca en el centro del universo” (cfr.”La nueva novela hispanoamericana”,1969). O, como acota Machado de Assis, hablando de la literatura brasileña: “(…) no está en la vida indiana todo el patrimonio de la vida brasileña (…) las costumbres del tiempo de hoy ofrecen a la imaginación buena y ancha materia de estudio (…) una opinión que me parece un error es la que sólo reconoce espíritu nacional en las obras que tratan de asunto local, doctrina que, si fuera exacta limitaría mucho nuestra literatura”.(cfr. “Notícia actual da literatura brasileira”, 1961).
Además, Borges es quien inaugura la cronotopía diferencial y esencial del arte escrito latinoamericano. Desde Bajtin, todos sabemos que la historia y la literatura se conectan en un punto de cruce que el gran crítico llamó “cronotopo”, entrecruzamiento de tiempo y espacio configurante de un axis en torno al cual se ordenan los acontecimientos narrativos fundamentales de cualquier relato. En este cruce aparece cualquier sentido de lo narrado, porque al manifestarse como fenómeno perceptible el espaciotiempo literario se abre el campo desde donde toda comunicación es posible, donde el relato mismo se enraiza como construcción.
Y es Borges quien pone en el primer plano de la práctica literaria de su época la profunda noción de necesariedad de manifestar en su plenitud significativa y simbólica el espacio y el tiempo, universales y locales. Así, en “Tlon…” o en “El aleph” el espacio se convertirá en protagonista más significativo que los aparentes protagonistas personajes; así, en “El jardín de los senderos que se bifurcan”, en “Los inmortales” o en “Funes, el memorioso”, el tiempo será ese protagonista privilegiado. Y así caduca el protagonismo de los personajes como mimesis del hombre o la mujer, así caduca el psicologismo y el pretérito realismo ingenuo que creyó mimetizar al mundo.
Esta clave que Borges dio a los escritores en castellano les permitiría asumir modernamente la realidad del espacio y el tiempo en sus obras, como constantes inclusivas pero también relativistas en la construccción de un nuevo lenguaje; porque este espaciotiempo lo es del lenguaje que se perfecciona y hace apto para la más profunda descripción del entorno. Entorno que, Borges lo ha dicho, es un entorno de “tiempos divergentes, convergentes y paralelos”.
Así, en el caso particular del cronotopo latinoamericano el tiempo del referente histórico se despliega desde el mítico universo indígena precolombino, pero también desde de los sedimentos de la cultura europea arrastrada por el aluvión del castellano y todas las lenguas de todos los inmigrantes por donde mana el tiempo de la cultura griega, latina, anglosajona, eslava, germánica y judeocristiana. Borges contaminará todo el texto latinoamericano con esta genealogía, estos vestigios palpitantes, con la relatividad que crea el diálogo entre ellos y la polifonía de los lenguajes que cada uno genera y predica. Y estos lenguajes generan y se expanden en los espacios narrativos con que hoy trabaja el autor latinoamericano, sin desdeñar ninguna experiencia compositiva : simultaneidad de espacios y tiempos, cronológicos y míticos de Joyce, Faulkner, Kafka, Proust…y todo el linaje, en fin, de los modos de contar de la literatura universal.
Claro que esta revolución copernicana en la mirada de los escritores del subcontinente y la elección de nuevos y grandes “padres” literarios universales, supuso también como lógico corolario que comenzaran a leerse entre sí, a leer todas las obras que estaba generando el nuevo mundo en esas décadas decisivas de los años ‘30 y ‘40 y desde entonces permanentemente hasta hoy, progresando paulatinamente en velocidad de autoconocimiento e internacionalización del lenguajes/los lenguajes de la nueva narrativa. Para unos hombres colonizados reconocerse entre sí y leerse mutuamente y respetarse, es radicalmente “revolucionario”.
Para los nuevos novelistas también la percepción se ha desplazado desde la meditación ingenua sobre un paisaje puro paisaje, puro exotismo y pura intangibilidad natural hacia un mundo representado que es paisaje humano, creado históricamente y habitado socialmente por un hombre que antropológicamente es occidental pero ya nunca europeo, sino mestizo americano. Las junglas, los llanos, los Andes y las pampas se tornan secundarios ante la preeminencia de las nuevas urbes y de su problemática universal. Así la masificación o la angustia o la soledad del indígena de Sao Paulo, de México, de Buenos Aires o de Lima no diferirán más que en grado a la de los pobladores de Madrid o Milán, París o Hamburgo.
Este cambio de rumbo que, como hemos visto corresponde sociológicamente tanto a la explosión demográfica como a la influencia del existencialismo y del surrealismo, al materialismo capitalista y al materialismo marxista de la época, o a la revolución inquietante de las percepciones freudianas han marcado radicalmente incluso a los novelistas que no desdeñan nuevas relecturas del universo campesino, como es el caso paradigmático de García Márquez o de Rulfo, por citar sólo a los más encumbrados.
Por ello, en el significativo año de 1940, la crítica acuerda que es el momento del último narrador del realismo decimonónico, paisajista e indianista , del subcontinente: el peruano Ciro Alegría (1909-1967) con su conocida obra “El mundo es ancho y ajeno”; y el mismo año es el momento inaugural de la novela existencial urbana actual con el uruguayo Juan Carlos Onetti (1909- 1988) que da a conocer “El pozo”.
Así, en la estela de Borges –pero dialécticamente, siendo sus antecedentes y sus epígonos, desde lo borgiano o contra lo borgiano- escribirán la mayoría de los autores de esta gran tarea colectiva del siglo XX latinoamericano: su literatura.
Y como retratar toda esta aventura en el limitado marco de estas notas, que ensayan decir algo de aquella, es tarea casi imposible me propongo trazar brevísimamente –aunque en profundas catas- sólo el perfil de los autores que considero canónicos; a sabiendas de la arbitrariedad de todo canon.

BORGES

Respecto a Borges, además de su intensa intertextualidad ya citada, quisiera destacar en apretada síntesis que las coordenadas centrales de su trabajo serían la reelaboración estética de ideas religiosas y filosóficas y de historias consagradas como mitos; además del modo como trabaja con la herencia de sus precursores y como innova introduciendo constantes manipulaciones de los códigos de esos legados.
La escritura de Borges es también una escritura codificada y fuertemente estructurada en un idiolecto de símbolos y metáforas recurrentes, tales como el azar, el tiempo, el laberinto – y la biblioteca como cifra laberíntica del universo-, las espadas y puñales, los espejos –y el libro como espejo-, el sueño y el sueño dentro del sueño, o los tigres como máscara del miedo y de la muerte…
Ciertamente paradojal, como casi toda su aventura espiritual, resulta en Borges esa preocupación constante por lo religioso y sus derivaciones teológicas, aunque siempre se declarara agnóstico. Pero pesan sin duda en su biografía –o más certeramente en su propia “fábula biográfica”, como ha acotado Ricardo Piglia- (cfr. “Ideología y ficción en Borges”,1979)-; pesan, digo, con particular gravedad, la devoción católica de su madre Leonor y la devoción protestante de su abuela inglesa Fanny, a cuya sombra leyó de niño la versión anglosajona de las Escrituras.
Respecto a esta especie de impostada obsesión por lo sagrado, ha dicho Borges que son “un puro recurso estético” y también que “si de algo soy rico es de perplejidades y no de certezas”. Así de todo este escepticismo borgiano y una vez aceptada su idea de que “es imposible penetrar el esquema divino del universo”, se concluye en que “es dudoso que el mundo tenga sentido”, como asevera en “Otras inquisiciones”. Pero también se deduce, si se postula este escepticismo integral, que resulta forzoso incluir en el sistema al observador que lo postula. Y Borges no se amilana ante esta inquietante consecuencia lógica: para él nosotros mismos somos unos seres sumamente misteriosos que –dirá- “gozan de poca información ante los móviles profundos de su conducta”. Y además no no es dado comprender la realidad: “Si no existe un dios que garantice la verdad de las impresiones que recibimos de nuestros sentidos –escribe- y si la razón se confiesa incapaz de explicar tanto el sentido del universo como de nuestra mente, se entiende que no tiene fundamento la confianza en nuestro poder de reconocer y de explicarnos lo verdaderamente real. Ahora bien, si no comprendemos ni el sentido de nuestra existencia, ni el mundo que habitamos, ni a nosotros mismos ¿qué es lo que podemos afirmar?”.
Así, en el centro del idealismo radical, queda planteada la interrogación, la perplejidad central de Borges, en sus “Inquisiciones”. Y acaso, en parte se responde a sí mismo en su ensayo “Discusión”, cuando conjetura que por todo lo antecedente “(…) toda estrafalaria cosa es posible (…) Nada queda negado puesto que carecemos de todo criterio fijo. Todo lo lógico y lo ilógico es posible, puede suceder. Toda explicación –creíble o increíble- puede ser la verdadera. O bien, todo puede nacer del puro azar, en un proceso arbitrario e inexplicable. Puede ser que toda la ‘realidad’ sea una vasta ilusión; igualmente todo podría formar parte de una vasta unidad oculta. Tampoco es imposible que el mundo contenga un infinito sistema de símbolos cuya clave nunca poseímos o hemos olvidado. Queda, en fin, la hipótesis de que a veces se nos ofrecen vagos indicios de un diseño que rige el universo entero. Sin embargo, todo es conjetural. El mundo y la realidad funcionan misteriosamente, quizás según reglas que estamos obligados a rechazar como absurdas. Nuestras experiencias por caóticas que parezcan, posiblemente contienen elementos recurrentes, susceptibles de interpretarse como reflejos de un orden, pero de un orden que daría vida a un sentido totalmente distinto del que normalmente aceptamos”.
Claro que, sabiamente, este programa de nihilismo radical está matizado por la ironía y el sentido del humor –sentido hasta entonces poco común en las letras latinoamericanas, excepción hecha de Macedonio Fernández-. Y Borges lo sabe y lo destaca exclamando, con cierta alegre satisfacción: “(…) yo siempre he mezclado la metafísica y los dogmas con el hecho apócrifo, la farsa con la realidad, ¡ y sin contar con que he bromeado siempre un poco!” (cfr. “Borges A/Z”,por Antonio Fernández Ferrer,1991).
A esta mirada que subyace tras los textos, Borges agrega como instrumento privilegiado la metáfora, aunque pretenda luego haberla superado al superar el ultraísmo. Pero ya en “Apuntaciones críticas: la metáfora”, de 1921, destaca de este tropo su poderoso contenido gnoseológico, su carácter de vínculo con lo no apariencial, su capacidad de crear mundos que llega a caracterizar como “milagrosa”. Y afirmará que conocer es conocer en lo mítico, es decir en lo metafórico como raíz simbólica y que nadie puede operar sobre lo real y su representación en el discurso sin echar mano a los deslizamientos de sentido y a la apertura del sentido que permite la metáfora.
Con estos presupuestos, Borges irrealiza la realidad y ‘deshistorifica’ la Historia, llegando por otra vía a territorios cercanos a los cartografiados por André Bretón en los manifiestos surrealistas.
Así, en suma…en su nostalgia de Dios y de sentido, sólo atenuada la desesperación por su ironía -que lo aparta un tanto del existencialismo-, bebe Borges la sustancia narrativa de su obra, mientras que su intuición “profética” del pensar estructural y ‘deconstructivo’ lo lleva, adelantándose a su tiempo, a construir sus relatos como metacomentario, modificando o reforzando los significados que el texto propone.


CORTAZAR
En relación a Julio Cortázar (1914-1984), creo que podemos situar a este fundamental autor en la corriente central del surrealismo, sin desdeñar en él ni el peso de la dubitación borgiana ni un parecido estremecimiento existencial con Juan Carlos Onetti ante ciertos horizontes emocionales. Aunque más tardíamente, y especialmente en sus relatos, el perfil más general de su obra se acomodará más confortablemente en la órbita de la literatura fantástica

Así, en su ensayo “Irracionalismo y eficacia” y en el artículo “Muerte de Antonín Artaud” (Sur, 1948), describe al surrealismo como “la más alta empresa del hombre contemporáneo… (y) como una tentativa de humanismo integrado”, alejándose de muchos coetáneos que vieron en el movimiento un mero ismo, una escuela más o un movimiento literario más o menos vanguardista. Para el autor de Rayuela, en cambio, será una percepción integradora, un salto de liberación y una búsqueda de “un alto y difícil grado de autenticidad”. Y, con una vehemencia poco usual en él, enfatiza que: “Da asco advertir la violenta presión de raíz estética y profesoral que se esmera por completar con el surrealismo un capítulo más de la historia literaria y que cierra su legítimo sentido… (por el contrario) el surrealismo es cosmovisión, no ismo; es una empresa de conquista de la realidad, que es la realidad cierta en vez de la otra de cartón piedra y por siempre ámbar; una reconquista de lo mal conquistado (lo conquistado a medias: una parcelación de la ciencia, una razón razonante, una estética, una moral, una teología) y no la mera prosecución, dialécticamente antitética , del viejo orden supuestamente progresivo”.
A mi juicio, este programa surrealista/existencial sustentará tres lustros más tarde lo esencial de El Perseguidor y de Rayuela, de Horacio Olivera y de Johnny Carter, buscadores ontológicos de lo absoluto, de lo mágico, de una revelación, de una epifanía, de una puerta que comunique con una forma superior de existencia. Porque no olvidemos que Cortázar nos ha hablado de un surrealismo como “humanismo integrado”, lo que lo lleva, coherentemente, a desdeñar un surrealismo de corte daliniano “con relojes blandos y con giocondas con bigotes”, como con humor no exento de acritud lo describe. Y es que este último no puede ser el surrealismo sobre el que puede hacer pie el “hombre nuevo” cortazariano, un hombre que, como acota en el capítulo 418 de Rayuela: “no es el hombre que es sino el que busca ser”. Y éste es ya un guiño al existencialismo, al que Cortázar, como todo hombre de su tiempo no puede, ni desea, ignorar.
Porque el gran cronopio siempre sabe, lúcidamente, con qué materiales ideológicos están trabajando él y sus contemporáneos rioplatenses y por qué desconfían de la razón. Por ello, en el mismo año 1948, en la recensión del libro “Kiekegaard y la filosofía existencial”,publicado en la revista porteña de letras y artes “Cabalgata”, Cortázar dirá que la lectura de Kierkegaard y Chestov “tendrá esa consistencia indecible de las pesadillas en las que toda relación, toda jerarquía, todo canon aceptado en la vigilia, se deshacen o alteran monstruosamente”. Monstruosidad que como categoría aparece ya el año anterior de 1947 en su cuento “Bestiario”, categoría de lo monstruoso como campo semántico donde se generan muchas de sus “figuras” y personajes…, monstruos que como las pesadillas kierkegaardianas “demandan la suspensión de todo orden (…) y estructuras que la razón defiende y la filosofía jerarquiza y a las que se contesta con las deducciones de la pasión, las únicas seguras, las únicas convincentes”.
Por esa adhesión profunda, no por esnobismo o mimetismo, al existencialismo Cortázar polemizará en 1949 con Guillermo de Torre quien,desde una visión ideológica sesgada , quiso relacionar el irracionalismo existencialista con la radicalidad del irracionalismo nazi, a través de la, supuesta, “conexión Heidegger”. Ante semejante dislate, Cortázar escribe airadamente en “Irracionalismo y eficacia” que “lo que ocurre es todo lo contrario. Las persecuciones abominables, las estructuras de la esclavitud y el envilecimiento (nazi), la fabricación despótica de imperios, todo lo que cabe agrupar en el lado en sombras del proceso histórico se cumple conforme a una ejecución racional y sistemática. (…) Es la razón la que cede a la crueldad, escogiéndola, dándole paso libre para cimentar una Gestapo (…) De pronto, bajo el signo irracional (del existencialismo) nace una tentativa- acaso inútil, pero digna del hombre- para alterar el rumbo de esa marcha. ¿Parecen pueriles sus esfuerzos? (…) El esfuerzo de Cristo parecía pueril a los Césares”.


Y sobre el compromiso político, que como pura construcción ética/estética aparecería tardíamente en su obra a partir de “Libro de Manuel”, Cortázar escribe en la citada revista “Cabalgata” y en aquellos años juveniles y premonitorios de Buenos Aires que Sartre muestra a “multitud de desconcertados lectores la iniciación (…) de los ‘caminos de la libertad’, caminos que liquidan vertiginosamente todas las formas provisorias de la libertad y que ponen al hombre comprometido existencialmente en la dura y espléndida tarea de renacer, si es capaz, sobre la ceniza de su yo histórico, su yo conformado, su yo conformista”.
Por toda esta responsable reflexión sobre los fundamentos de su arte, Julio Cortázar podría sostener muchos años más tarde en “Ultimo round” las claves de su obra madura: mito, fantasía, sueños…porque, dirá “Hay que soñar, pero a condición de creer seriamente en nuestro sueño, de examinar con atención la vida real, de confrontar nuestras observaciones con nuestros sueños, de realizar escrupulosamente nuestra fantasía”.
Y él supo realizar su fantasía, a través de casi una treintena de libros, desde “Los Reyes” (1949) hasta “Los autonautas de la cosmopista” (1986), partiendo de una literatura estetizante que seguía la máxima de Mallarmé “la vida debe terminar en un libro”, hasta la suya propia “los libros deben desembocar en la historia” como sostuvo en 1973 al publicar “Libro de Manuel” para ayudar económicamente a la resistencia democrática chilena contra el fascista Pinochet Ugarte. Aunque nunca fue ni por asomo un intelectual orgánico ni un escritor al servicio de la revolución ultraizquierdista latinoamericana, porque él detestaba la “quitinización de la revolución” como famosamente escribió en carta abierta a Fernández Retamar. Y lo que a él, en cambio, lo movilizaban eran sus profundas convicciones éticas:”En todo lo que escribo intento descubrir una ética y una metafísica nuevas” (Revista Ars, París,1963).
Como práctica de la escritura, la de Julio Cortázar ha significado, probablemente, la más avanzada experimentación narrativa en el castellano de este siglo, expandiéndose en la gran síntesis de la literatura fantástica más profundamente sin duda que lo que Todorov observara muy someramente en 1970: esto es que existe tal modo literario “cuando el lector se ve obligado, por el carácter ni poético ni alegórico de la obra, a considerar el mundo recreado en ella como constituido por personas vivas y duda entre una explicación natural y una sobrenatural de lo que acaece en ella”. (“Introducción a la literatura fantástica”).
Diversamente, el aporte de la penetración cortazariana en la literatura fantástica a través de sus juegos de ‘paredros’ o dobles, de “figuras” (noción tomada de Jean Cocteau), de pasajes de espacios oníricos y literarios a espacios físicos y de espacios físicos entre sí, de la iluminación del satori zen o de la “cachetada” metafísica del humor, de la valorización del sueño y del inconciente como acceso privilegiado a una realidad “otra”, del extrañamiento que permite superar los límites de lo que Kant llamó “formas puras de la sensibilidad” –es decir el Espacio y el Tiempo-; …tareas cortazarianas todas de expansión estética y ética de la experiencia , superan ampliamente el planteo todoroviano y ponen la narrativa de Cortázar en la corriente central del arte de la modernidad que –como enumera Eco- se propone “reaccionar (…) ante la provocación del azar, de la indeterminación, de lo probable, de lo analógico, de lo plurivalente; (para ser) la reacción de la sensibilidad a las sugestiones de las matemáticas, de la biología, de la física, de la psicología, de la lógica (…) y del nuevo horizonte de sentido que estas ciencias han abierto”.

Este ha sido el revolucionario aporte cortazariano a la literatura universal. Escribiendo desde Buenos Aires o desde París, pero escribiendo siempre desde la marginalidad del imaginario latinoamericano con toda su potencialidad.

ONETTI

En la página 194 de su ensayo “Requiem”, escribe el uruguayo Juan Carlos Onetti (1909-1988) que “Creo que existe una profunda desolación a partir de la ausencia de Dios. El hombre debe crearse ficciones, imágenes religiosas. El hombre debe vivir actos religiosos (debo aclarar que no me refiero exclusivamente a la vivencia de un templo) y la pérdida del sentido a causa del alcohol, o a causa de estar escribiendo casi obsesivamente, o el momento en que se hace el amor, son hechos religiosos. La vida religiosa –en el sentido más amplio- es la forma que uno quiere darle a la vida”.
Creo que detrás de esta confesión existencialista está el más profundo Onetti, aunque suene paradojal y aparentemente choque con su sempiterna imagen de autor maldito y de hombre de izquierdas anticlericales y con aquella otra imagen legendaria del autor que sintetiza Emir Rodriguez Monegal cuando lo retrata en su “humor sombrío y el acento un poco arrabalero, y la leyenda de sus grandes ojos tristes de enormes gafas tras las que se asoma la mirada de animal acosado, con la boca sensual y vulnerable; y la leyenda de sus mujeres y de sus múltiples casamientos; la leyenda de sus infinitas copas y sus lúcidos discursos en las altas horas de la noche”.(en Prólogo a “Obras completas”).
Y también paradojal es su compromiso –“algo tardío”, como lo critica Angel Rama- con la revolución o con su meridianamente clara y básica postura: “no me gusta que exista la pobreza”. Pero, como el de Cortázar, el suyo es un compromiso ético antes que político, porque en sus “Conversaciones” enfatiza: “Yo no puedo concebir a un individuo que se sienta a escribir para transmitir un mensaje en una novela .Sí concibo, y lo concibo porque yo mismo lo he hecho alguna vez , que uno se siente a escribir algo semejante a un ensayo, o un artículo periodístico para dar un mensaje. Pero en una novela, no. En una novela mía están Tata Dios y Onetti y nada más”.
Y si hubo una vez en que Onetti quiso ser “anarquista conspirativo”, como cuenta Fernando Aínsa, o cuando quiso venir a combatir en España a favor de la República, fueron prontos juveniles que se perdieron en los embates del tiempo; aunque nunca perdió sus reflejos progresistas y antitotalitarios, pero respecto a la literatura era otra cosa, hasta ella no llega su militancia y así escribió “Menefrego en el realismo socialista y los compromisos literarios”. (“Homenaje”,New York,1974).
Lo que importa en el más profundo Onetti es el perpetuo compromiso existencialista de su mirada; existencialismo “avant la lettre” que expone y desarrolla mundos y temas comunes al existencialismo francés antes que Sartre o que Camus; más afín siempre -en todo caso- al “hombre rebelde” de este último.
Desde el punto de vista de esta mirada compasiva de Onetti hay en toda su narrativa una profunda coherencia que enfatiza y reitera preocupaciones esenciales en diversos registros tematizados: en la soledad radical de hombres desplazados, de solitarios perdidos en urbes inhóspitas (su “Santa María” mítica es Montevideo y es Buenos Aires y es todas las ciudades del Plata y todas las ciudades del mundo); preocupación por personajes que no encuentran una razón de ser en sus vidas sórdidas, por personajes condenados a repetir gestos y actitudes absurdas e inventarse otros –ficticios- modos de vida posible donde realizar sus sueños irrealizables de amistad, amor, respeto o poder; preocupación porque sus personajes se consumen en el desencanto y el escepticismo, depositando sus esperanzas de redención en la invención de historias con las que, creen, ejercer control sobre sus destinos.


En este territorio marginal del ser onettiano cambian a veces las situaciones o los ambientes , pero siempre la escritura es una toma de conciencia del desamparo, una búsqueda de autoafirmación inútil que se degrada en farsas y simulacros, una ambigüedad de valores que genera perpetua inquietud, mientras el autor nos reitera su triste asombro ante el hostil vacío del mundo, ante la sordidez y la corrupción, ante una existencia que se desliza siempre hacia la degradación, la cabal comprensión de lo inútil del esfuerzo, la imposibilidad del amor, el fracaso ineluctable. Como escribe Carlos Fuentes, “las novelas de Onetti son las piedras de fundación de nuestra modernidad enajenada”. Y es que Onetti no narra otra cosa que la dificultad –la imposibilidad acaso- de existir meramente.
Desde “El Pozo” (1939) hasta “Cuando ya no importe” (publicada póstumamente en 1993), a lo largo de 18 grandes novelas y colecciones de cuentos, Juan Carlos Onetti define el sentido profundo de su mundo narrativo: "Para mi los hechos desnudos no significan nada, lo que importa es lo que contienen o lo que cargan; y depués averiguar qué hay detrás de esto y detrás hasta el fondo definitivo que no tocaremos nunca", escribe.
Así, Onetti dirige su foco narrativo a plasmar el proceso degenerativo de los hombres, o el “decaer” desde un original "estado de gracia" nunca muy bien definido. Este enfoque lo comparte con el existencialismo y con otros autores como Louis Ferdinand Céline, Faulkner o Roberto Arlt. Onetti es un rebelde renovador en el cuerpo de la nueva novela latinoamericana. Depura de documentalismo la anterior narrativa urbana y explora otro paisaje: el que Jean Franco define como "geografía moral". Sus textos están en el límite ambiguo de lo real, en el límite tragicómico del dolor y de la banalidad: horizonte donde sus criaturas experimentan la inevitable decadencia. Por esta carga, el estilo de contar onettiano es denso y por momentos opaco, tortura de lectores poco participativos que no arriesguen en la lectura tanto como se ha arriesgado en la escritura: la mirada que lee debe ponerse agónicamente a la altura del registro de la mirada que narra, una mirada llena de deseo y emotividad hasta intensidades que desquician, que enajenan el alma. Pero nunca por modos de lo extraño, siempre por la estrecha puerta de lo verosímil. Este es su espanto. Y es que lo mirado define, en suma, un mundo triste, sin esperanza ni exaltación, mediocre, laxo, vacío, anómico, mecánico y de una gestualidad paródica, porque en ese cenagal toda acción es parodia. Estos son los signos de la humanidad onettiana en la Historia Contemporánea: vivencias de unos hombres modernos pero en quienes se huele un fuerte aroma religioso judeocristiano de pecado y de, consecuente, corrupción de la carne.
Como técnica de creación Onetti filtra lo real en la memoria, dibuja atmósferas morales y mentales a través de la evocación en la memoria obsesiva de sus personajes, en una cadena de actos jamás lineal ni sucesiva sino discontinua y fragmentaria, provocando una percepción que es percepción de un tiempo detenido, física y psíquicamente, sin historia y con espesor de mitología.
La tristeza de Onetti es la de Kierkegaard y Unamuno, pero es básicamente rioplatense, una calidad de pena y de pérdida y de ausencia que sólo se da en las orillas de ese río insondable en una de las esquinas más lejanas del mundo. Y es que detrás de cada europeo o cada japonés, por ejemplo, está la realidad, el espesor, de la Historia, pero como dice Eladio Linacero, el protagonista de "El Pozo", detrás de un uruguayo "no hay nada, (sólo) un gaucho, dos gauchos, treinta y tres gauchos". Ni siquiera hay un poco de amor verdadero en el erotismo amargo de Linacero que reflexiona:"(…) el amor es maravilloso pero incomprensible; visita a cualquier clase de almas. Pero la gente maravillosa no abunda; y las que lo son, es por poco tiempo, en la primera juventud. Después comienzan a aceptar y se pierden".

Pero es en la gran novela "El Astillero" donde, el nihilismo de Onetti es más portentoso y profundo. En todos sus libros nada se parece a esa ruina por donde merodean los restos desquiciados de unos pobres hombres. Allí los paradójicamente inmensos arquetipos onettianos: Jeremías Petrus, Larsen, el doctor Días Grey, Brausen son como gusanos humanos de la ruina, fantasmas que alientan en el espacio de la desesperación. Mirando esa decadencia muere de pulmonía el narrador, Larsen. Unos pescadores del río lo recogen mientras duerme a la intemperie y lo llevan a su barca, pero no por solidaridad sino a canje de un reloj, el último objeto de valor que Larsen posee.Y Onetti narra: "Mientras la lancha temblaba sacudida por el motor, Larsen -abrigado con unas bolsas que le tiraron- pudo imaginar en detalle la destrucción del edificio del astillero, escuchar el siseo de la ruina y del abatimiento".

GARCIA MARQUEZ

En "Historia de un deicidio" (Barcelona, 1971), el crítico peruano Mario Vargas Llosa plantea que hay una "prehistoria de García Márquez", anterior a "Cien años de soledad" especialmente centrada en sus cuentos de la época juvenil de reportero periodístico en Bogotá. En aquellos años, el autor habría escrito poderosamente influenciado por Faulkner y por Kafka.
Lo que parece deslindado es que hay un antes y un después de Macondo, un antes de "Cien años…", porque García Márquez (Aracataca,1928) siempre ha estado desplegando en la escritura un texto único, preparatorio, anunciador de esta famosa novela. Y para llegar a ella ha ido evolucionando desde el neorrealismo de cuentos como "Un día de estos" hasta el barroquismo de "Los funerales de la mamá grande", donde estamos instalados ya en el registro final de este caribeño que recuperaría, después de la fecha moduladora de 1940, la novela regionalista anterior, pero habiendo trastocado formalmente todas sus claves, escribiendo como los generadores de la nueva novela urbana, desde el fructífero cruce del surrealismo y el existencialismo, y encastrado en el basamento del barroco; visiones desplazadas desde el centro a la periferia de Occidente y allí lúcidamente reescritas y aclimatadas a la luz hiperbólica de Hispanoamérica.
Para Márquez parece que la tarea de la literatura es tan autoexigente como supone llegar a plantearse a sí misma como la memoria de la humanidad. Siendo en esta propuesta el término memoria más profundamente existencial que el de Historia, mero registro histórico. Porque hablamos de memoria que se quiere salvífica, memoria mesiánica que debe rescatar del olvido a los hombres. Esto aparece claramente en las páginas finales de "Cien años…": la voluntad y la imaginación del autor pretende quebrantar nada menos que "el tiempo convencional", introduciendo en lo real lo barroco, lo inverosímil y mágico, con igual carta de naturaleza que lo lógico cotidiano.
Esta magia estaba esperando al novelista de Aracataca desde la fundación del Caribe, fundación que históricamente significa la mixtura sincrética de los indios, los españoles y los negros.
Sin saberlo, por cierto, los indios y los negros compartieron, en sus orígenes , una misma cosmovisión religiosa: el animismo que se proyecta en panteísmo hacia los seres naturales y sobrenaturales que habitan las prosopopeyas y el culto a los humanos muertos como si estuvieran vivos. Los españoles arribaron cargando con la Cruz a cuestas, con la imagen de un Jehová humanizado en Cristo, un redentor que había hecho contacto con los hombres a través del mismo tránsito igualitario por las encrucijadas de la muerte. Una nueva lectura de la muerte. Y estos tres planos de experiencia religiosa se superpusieron en una mirada única y mestiza, una mirada que contaminaría lo estético de teología (la ideología política dominante en el mundo colonial) de un modo tan profundo que no tiene parangón; salvo acaso en las similares experiencias de la India. La verdadera India del oriente y no las ‘Indias’ apócrifas de un extraviado Colón.
Este común origen de fascinación ante la muerte vincula los parentescos de los lenguajes que usaron estos pueblos -indios, españoles, africanos- para dialogar con el mundo, confluyendo en los rituales obsesivos del barroco.
Acaso en ningún sitio como en la cristiandad española marcada por la tensión encastillada de la Contrarreforma, fue tan imprescindible esta máscara barroca, esta descontrolada proliferación de significantes, estas quimeras que deforman el pensamiento racional para intentar hacerle un trampantojo a la incisiva rectitud de la racionalidad reformista de Lutero. Así se entiende, por ejemplo, la proliferación iconográfica barroca que los misioneros desplazaron a América, intentado maquillar la realidad, pretendiendo negar con la rotundidad de sus iconos angélicos, de sus iconos de bestiarios infernales, la revolución que Lutero había dado, trascendiendo toda esta teatral mistificación del poder militar y teológico de Castilla; mistificación que plagaba los ojos con espacios sagrados poblados de sangrientas crucifixiones, multiplicadas "ad nausean". Y es que en las nuevas tierras de la América colonial había mucho más que ocultar además de la reacción eclesial: había que construir inmensas máscaras para ocultar las miserias del poder de la corona, de los capitanes adelantados y de los encomenderos mercaderes y esclavistas. Y más tarde la miseria autóctona del poder de las élites oligárquicas criollas, herederas del imperio arrebatado.
Para Eugenio d'Ors (cfr."Lo barroco", Madrid,1964), el barroco "rememora el caos primitivo (…) está secretamente animado por la nostalgia del Paraiso Perdido (…) es inmersión en el panteísmo", mientras que para Jean Rousset ("La littérature de l'age baroque",París,1953) ya aparece más como "apoteosis del artificio, ironía y burla de la naturaleza; el punto más alto de una literatura de artificialización". Pero hay quienes, perciben mejor el real uso de instrumento de pedagogía del dominador hacia el dominado, de manipulación política desde el poder, implícito en el barroco. Así, Carlos Blanco Aguinaga ("Historia social de la literatura española", páginas319 y ss.) advierte de que el barroco "no es sino una ideología o falsa conciencia identificable con el sistema sociopolítico de la España imperial en decadencia (…) una angustiada forma de vivir y de pensar (…) el más violento negativismo de los valores humanos: entroncando todo ello con la inequívoca situación hispánica: el hombre es un ser despreciable; el mundo, lugar de continuos engaños; la vida, un siniestro juego; la muerte, una obsesión morbosa". Y es que como decía Mateo Alemán, en una frase que parece el programa ideológico barroco: "En todas partes hay lágrimas, quejas, agravios, contiendas…".
La mirada teórica de Mateo fue –es- extrapolable a la realidad violenta e injusta de Latinoamérica, donde persiste tanta "lágrima y agravio", y justifica la elección de este estilo por García Márquez, por Carpentier, por Asturias y por tantos que miran cara a cara el esqueleto sórdido de las estructuras de poder en aquellas tierras. Con este programa, -¿puede otro ser más apto?-, García Márquez narra la dictadura familiar de los Buendía sobre el espacio ‘macondino’, la violencia social de la compañía bananera norteamericana, el totalitarismo absoluto del patriarca otoñal.
Esto es lo que ve en su barroquismo el realismo total, el “realismo profundo” (Roa Bastos) de escritores como García Márquez, como Daniel Moyano, como Carlos Fuentes, cuando observan su continente nativo. Claro que esta mirada compasiva no excluye la belleza, esa que tanto marea y extravía a tanto crítico que nada en superficie. Y es que como lúcidamente reflexiona el mismo Fuentes: "García Márquez convierte el mal en belleza porque se da cuenta de que nuestra historia no es sólo fatal: también, de una manera oscura la hemos deseado. Y convierte el mal en humor porque, deseado, no es una abstracción ajena a nuestras vidas". (C. Fuentes, en "Sobre García Márquez", Montevideo,1971).


JUAN RULFO

En una entrevista realizada en la Ciudad de México diez años antes de su muerte, Juan Rulfo (1918-1986) hacía, desde su habitual modestia, un rotundo balance de su obra: " Yo simplemente hablo de mi gente, de mis sueños y mi tierra" (en "Gaceta del FCE",nº 82,México,1977). Pero está claro que muchos escritores y narradores orales han trabajado desde siempre con estos presupuestos mínimos; ¿qué es pues lo que ha hecho de Rulfo uno de los creadores más celebrados de la lengua castellana sólo con dos breves volúmenes que, en conjunto, no alcanzan las trescientas páginas?
Quizá por esta paradoja, la crítica se ha divido un poco maniqueamente entre quienes sostienen que su escritura no va más allá de cierto regionalismo, de una descripción de mundos idiosincrásicamente mejicanos; y otros que ven en ella - en los escuetos "Pedro Páramo" y El llano en llamas"- una cifra, un simbolismo profundo de la totalidad de la aventura humana, una metáfora universal.
Pero, si hemos venido leyendo toda escritura intertextualmente, entre sí y en intenso diálogo con el texto referente de lo histórico cultural, parece obvio que la interpretación adecuada es la segunda. Es la posición teórica que enfatiza el diseño mítico y existencial de la obra rulfiana.
En este sentido, hay escasa experiencias creativas similares a las de Rulfo que planteen tan radicalmente la relación entre realidad y fantasía; aunque no en el sentido usual de literatura fantástica sino en un sentido otro que procuraré acotar.
En sus libros el autor aúna dos lenguajes sincréticos y sinérgicamente: el popular y el poético, llegando la mezcla de lo real y lo imaginario hasta límites en que se tornan indiscernibles, indecibles. Toda la escritura está contagiada por la experiencia de la soledad y la muerte; experiencias que se narran siempre desde narradores testigos en primera persona, lo que imprime un tono confesional que compromete al receptor. Los relatos rulfianos suelen acaecer en el presente y en ellos es omnipresente la palabra "memoria" y el concepto memoria. Parece que en instantes cruciales de sus vidas, los personajes tienen que recordar su pasado cuando más desearían el olvido. Sobre este eje de la memoria, el tiempo se cierra en la obra rulfiana, el futuro se obtura y sólo parece irradiar un puro presente. Desde este núcleo una insoportable tristeza contamina todas las palabras de Rulfo, desde este núcleo de cierre temporal se expande su fatalismo. Y es que cuando reina el puro presente como una ‘mónada’ que no puede desplegarse, el destino todo lo preside y la libertad se anula como eventualidad, porque toda libertad exige la premisa de que se abra el futuro para desplegarse en él. Así, las criaturas rulfianas, muy determinadas por sus actos, están inmóviles ante su destino, sin salidas.
Otro matiz interesante es que Rulfo evita toda construcción psicologista, buscando las explicaciones en "otra" parte, en una especie de lado opaco de la psique, donde residen las pulsiones negativas. Parécenos estar frente a un mundo sin almas. Rulfo escribe: "este mundo, que lo aprieta a uno por todos lados, que va vaciando puñados de nuestro polvo aquí y allá, deshaciéndonos en pedazos como si rociara la tierra con nuestra sangre.¿Qué hemos hecho?, ¿Por qué se nos ha podrido el alma?".
Así es la zona rulfiana, estática y sin tiempo, como la zona de la tragedia griega. Lo trágico, en Rulfo, decide el encuentro del hombre con su destino.
Básico en el contar de Rulfo es la perspectiva narrativa desde donde muestra las gentes y lo hechos. Muchas veces ya sabemos en el primer párrafo que nos habla un personaje que está muerto hace tiempo. El principal punto de vista narrativo de Rulfo es contar desde la muerte. Esta perspectiva mengua el valor de la anécdota o del conflicto, puesto que la solución y el clímax están eliminados desde el comienzo. Esta técnica del narrar fatalista ha sido analizada por James Irby ("La influencia de Faulkner en 4 narradores hispanoamericanos",Unam, México,'56), quien percibe "una influencia faulkneriana en la estructura caótica, en el uso de un narrador testigo, en la revisión fatalista del pasado, en la selección de lo arcaico de la sociedad para basar la obra literaria"
Lo cierto es que en Rulfo sus textos, más que ser contados, es como si fueran traídos a la vida, a la que llegan ocluidos, sin suspenso, con un tono de aparente objetividad de los narradores testigos que nunca evalúan o califican la información, que el lector recibe intacta. Este "objetivismo" también se realiza en el lenguaje sobreentendido, como despersonalizado, de los personajes. Sus monólogos funcionan más como estructurantes del relato que como introspección. La vivencia del tiempo no es lineal ni progresiva y así el relato acaece como revelación, como epifanía. Todo los indicios tienden a ‘desrealizar’ la historia y a mitificar la información.
Escribe Sartre:"Hay una fórmula:no decir, permanecer callado, deslealmente callado, decir 'apenas un poquito'...(alguna información) se nos da furtivamente,…furtivamente, en una frase que corre el riesgo de pasar inadvertida. Después de la cual, cuando esperamos tormentas, se nos muestra en cambio sólo gestos, en largo y minucioso detalle. El autor se percata de nuestra impaciencia. El cuenta con ella.(…) De vez en vez, como descuidadamente, él devela una conciencia para nosotros…Sólo que lo que hay 'dentro' de esta conciencia él no nos lo dice. No se trata precisamente de que él quiera ocultarlo de nosotros: él quiere que lo adivinemos nosotros mismos, porque adivinar vuelve mágico todo lo que toca". Estas líneas incisivas las escribió Sartre en 1938 a propósito de Faulkner. Yo las extrapolo para Rulfo y veo que funcionan eficazmente. (cfr."Sartoris, de Faulkner", por J.P.Sartre; "Nouvelle revue française",Febrero,1938).
Estan son las trampas de Rulfo, que confunden y atrapan al lector,-¡maravillosas trampas!-, pero al fin la recompensa estética es portentosa si el lector coopera para encontrar el sentido de sus relatos.

¿Paradojas?

Y al final, un pequeño cierre paradojal: invitar a reflexionar en que no es necesariamente feliz, ni un acierto, pensar en la existencia de una “literatura latinoamericana” como una forma esencial del ser de la escritura. Durante demasiado tiempo, la crítica internacional ha buscado esa forma periférica de la escritura occidental como una literatura “otra”, canonizada en las instituciones universitarias de medio mundo y rutinariamente reiterada por la crítica, tanto del sur de América como de los países centrales. En ese reduccionismo, todo ocurre como si hubiese una necesaria identidad estética entre un autor y su nacionalidad. Así, la escritura de los latinoamericanos significaría ‘sub especie ‘aeternitatis” la realización repetitiva del sueño del “buen salvaje”, lleno de pasión, color local, mucha ideología nostálgica de cualquier revolucionarismo;... en fin, los modos clásicos del regionalismo decimonónico. Pero debemos sospechar que todo este estereotipo puede no ser más que una imposición del mercado, donde a América Latina le habría tocado en la distribución internacional, el rol de ser productor de materias primas como el café, o el banano o el “realismo mágico”; lo mismo da. Y el mercado globalizado no acepta ninguna subversión de este orden, aunque pueda estar agotado el programa estético que un día sustentara, más o menos, estas falaces “especificidades”.
¿No estaría entonces el deseo euro-céntrico del mercado imponiendo a la literatura de nuestros países; imponiéndole para siempre, quiero decir, una función ancilar a la política?. Porque el cambio social que remedie las injusticias es una asignatura pendiente latinoamericana, pero si se realiza se hará por otras vías y medios, esencialmente políticos. La literatura no tiene poder para esta aventura suprema, que está en la Historia, más allá de lo ficticio; aunque pueda aparecer simbolizada en sus registros como un deseo absoluto de plenitud de su ser.
Esta suerte de “predeterminación” ideológica dogmática de la literatura latinoamericana debe ser rechazada. La literatura latinoamericana es ante todo sólo literatura, sin adjetivos ni apellidos. Y como tal literatura puede pensar todo lo pensable, no sólo lo que el “buen salvaje” pensaría.
En este punto debemos volver a Borges, pues es en él en quien de un modo más evidente se aprecia la interacción de su obra con la corriente central y más universal del pensamiento occidental.
Sólo por citar un transitado ejemplo, con Borges se enriquece la percepción de filósofos como Michel Foucault. En 1966, famosamente ya, Foucault escribe en el prólogo a “Las palabras y las cosas” que “este libro nació de un texto de Borges. De la risa que sacude, al leerlo, todo lo familiar al pensamiento –al nuestro: al que tiene nuestra edad y nuestra geografía -, trastornando todas las superficies ordenadas y todos los planos (...) provocando una larga vacilación de lo Mismo y lo Otro”. Esta vacilación se opone al optimismo heideggeriano en la creencia de la capacidad del lenguaje para llegar a la comprensión del ser. Esta sísmica vacilación sale de la metafísica para entrar en la lógica posmoderna de la parodia y la intertextualidad. Y estos elementos del relato borgiano se imponen porque tienen una potencia similar a la potencia reveladora del relato filosófico o el relato de la ciencia. Borges, como la filosofía y la ciencia en la tensión de sus lindes, corroe los principios de lo idéntico y de lo diferente. El literato alcanza un punto nodal desde donde dice que las diferencias entre literatura y filosofía pueden impugnarse, pueden desvanecerse, pueden ser y son violadas por su praxis. En la posmodernidad el relato literario se enmascara en el relato filosófico y viceversa. Donde el positivismo lógico hegeliano parecía reinar, lo borgiano propone que se puede mantener –aunque parezca ya fuera del marco epistemológico- un idealismo “desfasado”. Pero ocurre –he aquí lo subversivo borgiano- que en el discurso de la ciencia este fenómeno está ocurriendo:lo advierten Harold Brown, en sus estudios epistemológicos de principios de los años ´80, y Gilles Deleuze y Félix Guattari en sus estudios filosóficos de la última década del siglo pasado. En palabras deleuzianas: la ciencia no puede pretender un cierre absoluto de su territorio como el territorio desde donde se predica la infalibilidad de una teoría total del conocimiento y una teoría inapelable de lo real. En sus propios términos: “No podemos aspirar a semejante estatuto.(...) nos ha llegado la hora de plantearnos (que la filosofía no es más que) el arte de formar, de inventar, de fabricar conceptos”.[el subrayado es mío]. Esto lo había planteado Borges ya en 1944. Para él, ya entonces, literatura y metafísica son meramente conjeturales. Por ello sus textos “literarios” se presentarán con las marcas semánticas del ensayo filosófico, tales como citas de autores filosóficos (realmente existentes o apócrifos), notas de confrontación al pie, bibliografías, niveles metatextuales. Es el estallido de la ambigua incertidumbre que se instala, en nuestro tiempo, donde estaban los hitos de frontera entre verdad (científica y filosófica ) y ficción.
De este modo comienza la crisis de la “predestinación” de la escritura latinoamericana a sobrevivir, pintarrajeada de exotismo y color local, en los márgenes de la problemática cultural de Occidente, y se inaugura otra modulación de la (una y única) literatura universal.
Así podrían cerrarse, provisionalmente, estas conjeturales consideraciones sobre una extraña anomalía: la América Latina, formada por pueblos que Hegel consideraba “inferiores, fuera de la Historia escrita con mayúsculas” da pruebas de su capacidad de generar un arte literario de excelente calidad y eficacia estética. ¿Acaso una de las pocas buenas noticias del siglo XX?
©carlosmamonde

2 comentarios:

  1. Carlos: Cuando mencionás a la globalización (por supuesto que se maquilla de "ultramoderna" y es la exacerbación de la más conservadora opresión del Capitalismo), te estás refieriendo por elevación a la división del trabajo, de la que la literatura no pudo escapar. Y lo digo no sólo en el sentido que lo aplicás en tu nota, sino también en el sentido aquel que la literatura no era otra cosa que "un escritor" y "un lector" ante un texto monosémico. Cada uno ocupaba su lugar. Por suerte, ya le hicimos una pequeña burla a eso. No es mucho, pero es algo.
    Me gustó mucho tu nota, Carlos. Te mando un abrazo desde el verano de Buenos Aires.
    Jorge Aloy

    ResponderEliminar
  2. Querido Carlos, no sé si este texto ya te lo hayan publicado en alguna revista, te mando por correo la convocatoria para Tema y Variaciones de Literatura de mi universidad, que justamente aborda el tema de la crítica a la crítica literaria. Me parece un texto esclarecedor, una prolongación de tus enseñanzas en España que corrobora que la literatura no acerca a pesar de toda distancia. Saludos.

    Arturo Alvar

    ResponderEliminar